La soledad es la epidemia de la sociedad del bienestar. Estamos en la era de la comunicación y de las redes sociales en un mundo global. Por paradójico que parezca, cada vez son más las personas que aseguran sentirse solas y experimentan un sentimiento de vacío y abandono de forma habitual. Las alarmas han saltado en la mayoría de los ciudadanos. Los gobiernos intentan reaccionar a través de políticas sociales que reduzcan los males de esta sombría y compleja enfermedad, pero las causas de fondo no se abordan por miedo a poner en entredicho la visión moderna materialista de la vida y la familia.
Estamos solos ante los grandes desafíos de nuestra existencia, nadie puede decidir por nosotros. Hay que asumir una soledad de base que nos viene dada por la naturaleza humana. Pero “no es bueno que el hombre este solo”, el mismo ser de la persona reclama la compañía del otro. Necesitamos de la “mano amiga” que nos ayude a encarar la vida con sus dolores y el enigma de su final: la muerte.
Además, hay una soledad provocada por los errores personales que a veces colocan a las personas en situaciones de aislamiento no querido ni buscado, pero que son consecuencias de acciones desafortunadas. Otras soledades vienen impuestas por el mal que pueden hacernos otras personas, llevando a la incomunicación y a la desconfianza permanente ante la sociedad.
¿Qué hacer para no sucumbir a la tristeza de muerte que supone la soledad? Primeramente hay que prepararse para tener una soledad fecunda, que es aquella que vive de la riqueza de valores que habita en el corazón del hombre. Esta cultura nihilista que envuelve a nuestros días no ayuda a construir la fortaleza interior de la persona, y este es el mayor fallo de fundamento que debemos afrontar.
El segundo elemento es un cambio radical acerca de la concepción materialista de la vida. Está más que demostrado que el puro confort deja vacía el alma, estrecha la mente y convierte a la persona en mero objeto de consumo.
El tercer factor es el rechazo a la natalidad, lo cual crea una sociedad de ancianos. De esto no se quiere hablar o se enmascaran los hechos, aunque la realidad es tozuda y al final se está viendo que en muchas sociedades hay poco relevo generacional. Una pregunta de sentido común es quién va ayudar a los mayores cuando no nacen niños. Las políticas gubernamentales no están apoyando a las familias numerosas; los horarios labores son incompatibles con el funcionamiento del hogar y la educación de los hijos; los programas de ayudas sociales son más propaganda que respuestas reales a los problemas de incapacitados, largas enfermedades o familias monoparentales y demás circunstancias. Unido a todo esto, la descomposición familiar engendra soledad desde edades muy tempranas.
De ahí que la familia deba ser rehabilitada en la primacía del “amor y la unidad”; también sintiéndonos parte de esa otra familia, la Iglesia, que nos acompaña en todas nuestras soledades y vacíos existenciales, ofreciéndonos la compañía de Alguien que nunca nos abandona, hasta más allá de la muerte: Jesucristo, el Señor.