El método de Dios nos sorprende siempre, a veces nos irrita y desazona. Nosotros querríamos un signo irrefutable de su poder para aceptarle y Él viene en la forma de un Niño nacido en un pesebre, apenas calentado por el aliento de una mula y un buey, en un pajar perdido de la última provincia del Imperio.
Qué locura para los que mueven capitales a golpe de tecla en su ordenador, para los que dibujan la realidad en la portada del periódico, para los que trazan cambios culturales mediante leyes y programas escolares... En el fondo qué locura para todos nosotros, que pretendemos regular nuestra vida con el escaso poder del que cada uno dispone. En fin, sigue siendo verdad aquello de «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles».
Y sin embargo, misterio entre misterios, 2010 años después sigue habiendo pastores que se acercan al portal de Belén y reconocen en ese Niño el secreto de la vida y la salvación del mundo. Qué poderosa simiente escondía el frágil cuerpo de ese Jesús que sigue preguntando con mirada inocente «¿quién dice la gente que soy yo?».
Cuántos sabios han decretado la irrelevancia de aquella noche, cuántos poderosos como Herodes han tratado de extirpar violentamente su presencia, cuántos programas de televisión nos anegan con la risita irónica que pretende convertir al cristianismo en una tierna fábula cuando no en una secuela de mentiras perversas. Y sin embargo sigue ahí, con obras y palabras que no dejan de interpelar al corazón de esta generación.
La luz de la primera Navidad fue como un fuego encendido en la noche, ha dicho Benedicto XVI. Todo alrededor estaba oscuro y ni en Jerusalén ni en Roma hubo grandes conmociones. Allí mismo, en Belén, la gente siguió cociendo el pan y protestando por los impuestos. Aquel recién nacido no era como para abrir el telediario. Todo sucedió con sencillez y en lo escondido, y no obstante aquel fuego estaba destinado a no apagarse ya jamás. «Es la historia de la Iglesia», ha dicho el Papa, y a algunos les habrá parecido desafío o candidez. Pero por más que se rían los cínicos allí comienza su camino a través de los siglos este pueblo extraño, que no está definido por una etnia ni por una lengua, ni por sus poderes militares o políticos, ni siquiera por la coherencia de sus miembros.
Continúa Benedicto XVI: «También hoy, por medio de quienes van al encuentro del Niño Jesús, Dios sigue encendiendo fuegos en la noche del mundo, para llamar a los hombres a que reconozcan en Él el signo de su presencia salvadora y liberadora, extendiendo el ‘nosotros´ de los creyentes en Cristo a toda la humanidad».
No existe otro método que este contacto corazón a corazón, la comunicación de este fuego que es una humanidad distinta, desconocida y al tiempo añorada por todos. La noche del mundo de la que habla el Papa es la confusión y la violencia en que se debate el corazón humano, es también la búsqueda a tientas de un significado, la nobleza del esfuerzo que se agota, las lágrimas frente a la injusticia, el temor frente al incierto destino. ¡Noche como la de Belén, en la que parecía que nada ni nadie podía cambiar lo que siempre ha sido así (dicen los sabios) y siempre será! Pero vino Jesús, y su rastro cálido y tierno, fuerte y clamoroso, puede seguirse en la noche de nuestro mundo hoy.
Esa especie de eterno vivac nunca se apaga, aunque la hoguera parezca a veces menguar frente a la tormenta, porque lo alimenta una fuerza que es de otro mundo. «La Iglesia no tiene miedo, porque aquel Niño es su fuerza», se atreve a decir el Papa tras un año durísimo en que él mismo ha experimentado la marejada de una hostilidad que desde el primer momento acompaña este camino. Qué imponente camino, salpicado de obstáculos, debilidades y traiciones, pero siempre enderezado y reverdecido por una fuerza misteriosa que hace florecer de nuevo el fruto de una humanidad llena de atractivo, luminosa por su razón y decidida por su libertad. Uno se llena de humildad, al tiempo que le embarga una certeza invencible. Afortunadamente es Él quien enciende este fuego.