El maestro de espiritualidad Ignacio Larrañaga, en su libro Del Sufrimiento a la Paz, afirma: “Solo hay dos cosas que son comunes a todos los seres humanos: que van a sufrir y que van a morir”. Este mensaje puede resultar apocalíptico para algunos y todo un “marrón” para muchos, pero es 100% verdad.
 
Sabiéndolo de antemano, es de suponer que en todas las escuelas del mundo se enseña a los niños, desde su más tierna infancia, a aceptar esta verdad, a abrazarla y a aprender a vivir sabiamente con ella. Y también sería natural que en las familias se hablara del sufrimiento y la muerte como algo natural y que si alguno de los miembros sufriera, esto no produjera escándalo de ningún tipo y se aplicaran sobre el sufriente las técnicas milenarias aprendidas para analizarlo, gestionarlo y minimizar sus consecuencias.
 
Pues no, señores. Nada de esto ocurre y mucho menos hoy, donde buscamos desesperadamente la felicidad de nuestros hijos y de nosotros, intentando vivir en el País de Nunca Jamás, negando aquello que no se puede negar y ocultando nuestras cabezas bajo tierra como si fuéramos avestruces.
 
Y pasa lo que pasa. Que las cosas demasiadas veces vienen torcidas y no salen como nos gustaría, que nos quedamos sin curro, que nos sentimos poco queridos, que nuestros hijos no nos hacen caso; que personas que queremos nos tratan mal (o al menos eso creemos)… que enfermamos… y morimos. Y nos damos cuenta con el tiempo de que el sufrimiento es inevitable y de que Larrañaga era muy sabio.
 
Hoy ha comenzado  la Cuaresma. Cuarenta días en los que recordamos la Pasión y Muerte de Jesús. También recordamos lo que somos, seres muy limitados pero hijos muy amados. Y recordamos algo fascinante, algo que sólo podía venir de Dios: la invitación a poner nuestros sufrimientos a los pies de la Cruz para que Jesús los transforme en una oración corredentora, la oración más hermosa, la más eficaz.