Glosábamos en un artículo anterior un excelente reportaje de Irene Hernández Velasco sobre el movimiento antinatalista, en el que entrevistaba a un grupo de personas convencidas de que la especie humana es «algo nefasto» que conviene erradicar. Para camelar a la gente desprevenida, estos antinatalistas afirmaban que «vivimos bajo un capitalismo terrible y despiadado y tener un hijo significa darle un nuevo esclavo al sistema». Se trata de un sofisma especialmente irrisorio, pues lo cierto es que el capitalismo ha tenido siempre la obsesión recurrente de disminuir la población; y, puesto a elegir su prototipo de esclavo favorito, ha buscado siempre consumidores sin compromisos familiares, personas ‘solteras’ en el sentido etimológico de la palabra, mucho más permeables a sus mensajes y menos pugnaces en la lucha por sus derechos laborales. Incluso en sus épocas de mayor expansión, el capitalismo siempre ha preferido forzar corrientes migratorias antes que favorecer la natalidad.
Este designio antinatalista del capitalismo lo hallamos en todas las épocas y circunstancias; es, pues, constitutivo de su esencia. Adam Smith solicitó la prohibición de las ‘Leyes de Pobres’ que, al asegurar subsidios a las familias más necesitadas, favorecían que tuviesen hijos. David Ricardo defendió que los salarios debían tender hacia un nivel que apenas cubriese las «necesidades de subsistencia» de los trabajadores, que de este modo se abstendrían de aumentar su prole. Thomas Malthus, por su parte, afirmó sin ambages que el modelo económico capitalista sólo podría sostenerse si se realizaba un «control preventivo» de la población, para lo que recomendaba que los pobres permaneciesen solteros, o que en todo caso se les obligase a «matrimonios tardíos» (exactamente como ocurre hoy). John Stuart Mill, por su parte, afirmó que la doctrina capitalista sólo se podría afianzar si se lograba que la población trabajadora «restringiese voluntariamente su número».
Y aquella obsesión antinatalista de los padres del capitalismo se extremó durante los siglos XX y XXI. Thomas Nixon Carver defendió tras el crack de 1929 la necesidad de esterilizar a los «palmariamente ineptos», entendiendo como tales a aquellas personas que no lograban alcanzar un ingreso anual de mil ochocientos dólares (que entonces era la mitad de la población estadounidense). Más tarde, el capitalismo disimularía sus fervores eugenésicos (para que no pudieran emparentarlo con el derrotado nazismo) sustituyéndolos por otras modalidades mucho más eficientes de antinatalismo: fabricación industrial de anticonceptivos, legalización del aborto, exaltación del homosexualismo y demás «políticas de identidad», etcétera. Algunos marxistas clarividentes, como Pier Paolo Pasolini, advirtieron que el capitalismo estaba utilizando la ‘libertad sexual’ –que los ilusos izquierdistas de entonces, como los cínicos izquierdistas de ahora, jaleaban– como instrumento para imponer sus designios. Pero fueron excepciones entre los loritos que repetían, a modo de salmodia lobotomizada –como hacen los antinatalistas del reportaje que comentamos–, que «tener un hijo significa darle un nuevo esclavo al sistema». Si estos antinatalistas no estuviesen cegados por su nihilismo doctrinario (que, en realidad, es el rebozo de su hedonismo egoísta) repararían en que notorios plutócratas y adalides del capitalismo, desde Soros a Gates, gastan ingentes cantidades en promover exactamente lo mismo. Y entonces descubrirían con horror que ellos son los auténticos esclavos del sistema.
El capitalismo no quiere que la gente tenga hijos por dos razones muy sencillas: cada vez necesita menos mano de obra para garantizar la producción; y la gente sin hijos acepta condiciones laborales más oprobiosas y tienen menos fuelle y redaños en el combate contra la injusticia. Además, para ser sostenible, el capitalismo necesita consumidores que puedan emplear la mayoría de sus ingresos en la adquisición de los chismes superfluos que fabrica. La gente que tiene hijos es menos permeable a los reclamos del consumismo; y exige salarios más altos, para poder alimentar a su prole. Como nos enseñaba Chesterton, «la gente que prefiere los placeres del capitalismo a semejante milagro [tener un hijo] está agotada y esclavizada. Prefiere la escoria antes que la fuente primigenia de la vida. Prefiere la última, torcida, subalterna, copiada, repetida y muerta creación de nuestra agonizante civilización capitalista a la realidad que supone el único rejuvenecimiento verdadero de cualquier civilización. Son ellos los que abrazan las cadenas de la esclavitud».
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Publicado en XLSemanal.