Doña Cristina Cifuentes, Cristinita o Cris para los amigos, presidenta de la comunidad autónoma de Madrid por el PP, resulta que es agnóstica, es decir, atea vergonzante, según suelen ser la gran mayoría de cuantos se autodefinen como agnósticos. También dijo ser, en la entrevista que concedió días atrás a Betín Osborne para TVE, republicana y defensora del llamado matrimonio homosexual, además de haber promovido una ley de privilegios en favor de las/los LGTBI y, por extensión, imagino, abortista y partidaria del divorcio exprés o el “ahí te quedas”.
Oiga, doña Cristinita, como llamaba Alfonso XII a su segunda mujer, la Habsburgo-Lorena, me pregunto yo si no se ha equivocado usted de carril o es que circula en dirección contraria y los madrileños sin enterarnos. Porque, verá, los dichos y hechos que usted usa, corresponden al perfecto retrato del más perfecto de los progres. O sea, que eso lo digan y hagan los sociatas fetén (“somos la izquierda”) o los podemitas más encoletados, entra dentro de las estridencias que se gastan unos y otros, pero que usted, con el fondo de armario que exhibe, emule a la tropa de la acera de enfrente, nos descoloca, descoloca a todo votante que pretenda ser coherente consigo mismo.
Como respuesta a su actitud, amiga Cristinita, permítame que le cuente una anécdota que me sucedió con el viejo profesor, o séase, don Enrique Tierno Galván. Un antiguo colega y amigo de enredos sindicales me invitó a visitar al fundador y jefe del PSP (Partido Socialista Popular), del que era sufraguista. El bueno de Manolo Deogracias, que así se llamaba el amigo, vocal del comité de empresa de la EMT (Empresa Municipal de Transportes de Madrid), hizo las presentaciones de rigor.
"Guillamón –entró explicando– es un sindicalista cristiano”. ¡Madre, qué dijo! El viejo profesor saltó súbito como si le hubiera picado una avispa en sálvese la parte. “Le advierto –saltó con su aquél de soberbia– que yo soy agnóstico”. Ganas me entraron, a bote pronto, de contestarle “Peor para usted”, pero fui más educado y condescendiente que él y di la callada por respuesta.
El resto de la conversación no podía tener ya ningún interés, de modo que dije cuatro banalidades y nos despedimos. En resumen, nunca le voté, como no le había votado antes. Para mí era un hombre situado extramuros de mi escala de valores. De modo que, doña Cristinita, ya sabe lo que puede esperar de este humilde servidor en las próximas elecciones a las que se presente. Cierto que es un solo voto, pero si un grano no hace granero, ayuda a su compañero, y usted no puede esperar que le votemos quienes nos sentimos estafados y moralmente agredidos por usted.
Le digo lo que una vez le aclaré a Luis María Anson, presidente-director de la Agencia Efe de noticias, donde este currito trabajaba. Me echó en cara, subiendo ambos en el mismo ascensor a la planta regia, que si era socialista y que si tal y que si cual. Le expliqué lo que decía siempre, que básicamente yo era un hijo fiel de la Iglesia. Lo demás que pudiera parecer no pasaba de ser una mera actitud circunstancial en favor de lo que a mi juicio había que hacer en cada momento dentro del terreno político para bien del país. Solo eso, pero en el orden de prioridades, un cristiano consecuente sabe lo que es principal y lo que es secundario.
Así que ya sabe, doña Cristinita. Dado que no es de los nuestros –al menos no es de los míos–, que le voten los suyos, los que usted defiende y favorece, a ver cuántos votos saca aunque le voten todos.