Conforme se acerca un acuerdo entre la Santa Sede y Pekín, que por algunos indicios parece más cercano que nunca, el debate en torno a la situación y el futuro de los católicos en China cobra tonos de creciente acidez que salpican ya a las principales cabeceras mediáticas. Como ha dicho el secretario de Estado, cardenal Parolin, es plenamente legítimo que existan diversas opiniones sobre cómo afrontar este problema, y en esta cuestión existe el derecho a disentir y a expresar críticas. Pero eso tiene poco que ver con ciertas acusaciones de grueso calibre contra los colaboradores del Papa (que se quiera o no afectan a Francisco) y con una dialéctica agria entre fieles y traidores.
La Iglesia busca en China lo mismo que ha buscado en numerosos países con regímenes hostiles o distantes a lo largo de la historia: un espacio para que los católicos puedan vivir su fe con un mínimo de seguridad y libertad, conscientes de las limitaciones que impone el cariz ideológico o la cultura del régimen en cuestión. Busca también, y este es un rasgo específico del caso chino, recuperar la unidad visible de una comunidad católica que no se ha dividido en cuanto al contenido de la fe y tampoco, en su mayor parte, en cuanto a la fidelidad al sucesor de Pedro, sino en cuanto a la adaptación o no (en un grado u otro) a la presión impuesta por una dictadura especialmente cruel durante los años 60 y 70 del pasado siglo.
Por un lado la Santa Sede se ha esforzado en explicar a las autoridades chinas que la misión de la Iglesia no consiste en cambiar regímenes políticos sino anunciar a los hombres a Cristo salvador. Teniendo en cuenta la historia y el desarrollo de sus atribuladas relaciones con Occidente, también es importante mostrar que el vínculo de cada católico con el Papa (en China como en cualquier otro país del mundo) no implica una sumisión a un poder político extranjero. En definitiva, un católico chino puede y debe ser plenamente chino y plenamente católico. Estas cosas, que nos pueden parecer obvias, han necesitado una paciencia de décadas para que vayan penetrando y siendo asimiladas en las estructuras del poder chino. En este contexto, para la Iglesia es una condición indispensable que el acuerdo reconozca la libertad última del Papa a la hora de decidir los nombramientos episcopales, pero eso no significa que no puedan establecerse mecanismos de diálogo con el Estado en el proceso de decisión. Semejantes mecanismos se han establecido históricamente con regímenes que se apellidaban católicos y con otros declaradamente hostiles. Conviene recordar que Karol Wojtyla pudo ser nombrado arzobispo de Cracovia, con el visto bueno del gobierno comunista polaco, gracias a la astucia del cardenal Wiszinsky para aprovechar dichos mecanismos. Por supuesto, habrá que valorar en qué consiste el acuerdo, probablemente semejante al que ya funciona en Vietnam. Nadie dice que esto sea ideal, simplemente se busca encontrar una solución realista que salvaguarde lo esencial.
Pero veamos dónde radica la fuente de la discordia, del malestar y de las invectivas de las últimas semanas. En estos momentos existen en China obispos ordenados en plena comunión con el Papa que no han sido reconocidos por las autoridades, por lo que sufren hostigamiento e incluso periodos prolongados de cárcel, por cierto sin ninguna garantía jurídica sobre su suerte. Existen, por otra parte, obispos que han sido ordenados ilícitamente, sin mandato de la Santa Sede pero con el consenso de las autoridades, por lo que gozan de una relativa tranquilidad; muchos de ellos, la mayoría, se han dirigido después a Roma asegurando su fidelidad al Papa, pidiendo perdón y deseando reintegrarse a la plena comunión. Existen por fin (¡el tablero es endiabladamente complejo!) obispos que han sido ordenados con mandato de la Santa Sede y reconocimiento del gobierno. No es que su situación sea idílica, en un país que no entiende la libertad religiosa y en el que se tiende a marcar a los católicos con el estigma de extranjeros, pero disponen de un campo abierto para su tarea pastoral.
Entendamos que, aparte del problema crucial de los obispos, en torno a ellos se reúnen comunidades que en algunos casos sufren heroicamente por su fe, mientras que en otros gozan de una relativa tranquilidad. Pero como ha insistido el cardenal Parolin, en China no existen dos Iglesias sino dos comunidades de fieles llamadas a realizar un camino progresivo de reconciliación hacia la unidad. Y eso no se logrará sin dolor, requerirá paciencia, escucha mutua y mucha misericordia. Y no está escrito que en este camino no se produzcan errores e injusticias.
Seguramente es en eso en lo que piensa el cardenal Joseph Zen, arzobispo emérito de Hong Kong, un verdadero testigo de la fe que se ha convertido en la voz más crítica respecto al proceso de diálogo en marcha. Siempre he pensado que la voz de Zen debe ser escuchada aunque resulte incómoda e incluso desafiante, ya que sus advertencias nacen de un conocimiento directo y de una lealtad probada. Sin embargo no podemos pensar que la suya sea la única voz que representa a los católicos que se han mantenido fieles contra viento y marea; otros obispos que jamás se han contaminado con el poder, y que ejercen su ministerio en plena comunión con Pedro, han manifestado su disponibilidad para aceptar el acuerdo que Roma busca, e incluso han reconocido que sería para ellos motivo de gran alegría.
Nunca me ha parecido que Parolin sea un político, en el sentido peyorativo e insultante que algunos han utilizado contra él. Y sus amplias declaraciones al diario La Stampa para explicar todo este galimatías merecen crédito y respeto. Dicho sea por uno que se sienta tranquilamente en Madrid a escribir sobre uno de los temas que más le han apasionado en los últimos tiempos, por amor a la Iglesia y por admiración al gran pueblo chino. No hay soluciones perfectas a este problema, tampoco indoloras. Es cierto que a algunos, tal vez a los mejores, se les pedirán sacrificios que pueden ser dolorosos, pero no creo (con Parolin) que puedan ser entendidos como el pago de un precio político para lograr la foto de un acuerdo histórico. En la historia de la Iglesia (formada por hombres y mujeres) no faltan miserias de todo tipo, pero no encuentro razones para pensar que éste sea el caso.
Un último apunte se refiere al cambio de ciclo histórico que afecta directamente a la misión de la Iglesia. China es un gigante en pleno proceso de cambio, no siempre para bien. La pérdida de sus grandes tradiciones, el éxodo a las grandes ciudades industriales, la brecha social, la fascinación del consumismo y la tecnología, abren un panorama completamente nuevo, con oportunidades y riesgos para el anuncio del Evangelio. Existe un gran extravío al tiempo que una profunda sed, y los católicos no deberían perder tiempo sino salir al paso con su única riqueza, que es el Evangelio encarnado en una comunidad unida a la Iglesia universal con Pedro a la cabeza.
Para afrontar el paso del que venimos hablando hacen falta espíritu de fe, humildad, confianza en el Papa, y moderación… especialmente en la palabra, que puede ser la espada más afilada. La Iglesia universal no va a olvidar ni a malvender el testimonio de sus hijos durante más de medio siglo en China, al contrario, lo abraza como un tesoro precioso, especialmente en esta hora de la historia. Es precisamente ese tesoro de fe, de mansedumbre y de perdón, el que nos permite confiar en un futuro diferente para la Iglesia en China, con la ayuda de Dios.
Publicado en Alfa y Omega.