Cada día se inventan nuevas palabras y nuevos términos que intentan explicar mejor la realidad que nos rodea. Las palabras no se pueden identificar totalmente con la realidad, pero la ilustran, y siempre hay matices que pueden ser mejor retratados. Uno de estos “palabros” que he oído recientemente es el “turbocapitalismo”.
Estamos familiarizados con el término capitalismo. De modo coloquial, y sin afán de precisión, lo podríamos definir como un sistema económico basado en el capital, en el dinero, y en su constante crecimiento y progreso. A esta característica hoy tendríamos que añadir el componente tecnológico. Crece la economía, o al menos eso dicen la mayoría de las estadísticas, y a la vez crece, progresa la tecnología. Parece que la sociedad capitalista tiene en su ADN el crecimiento, aunque hay muchas percepciones y opiniones sobre el mismo.
Progresamos en capital, en tecnología, pero sólo en determinados países, en algunas ciudades, en ciertos grupos sociales. Y a la vez no podemos identificar así, a la ligera, el progreso con la mejora en las condiciones socioeconómicas de la sociedad, de toda la sociedad. Y tampoco podemos identificar progreso económico, o tecnológico, con progreso humano o progreso en todos los aspectos de nuestra vida.
Hasta aquí el capitalismo; ahora añadamos el turbo, es decir, la velocidad, la rapidez con la que se mueve todo. Si recordamos el teléfono o la tablet que teníamos hace 10 años nos damos cuenta del turbo en el que estamos metidos. Estamos inmersos en una carrera de Fórmula 1, y como pasa a muchos pilotos, queremos más velocidad, mucha más velocidad. Y con las prisas nos preocupa sólo la siguiente curva, mientras dejamos de contemplar el paisaje.
Están empezando las clases en colegios y universidades, y también los niños viven inmersos en este turbo. Las cosas externas cambian muy rápido, y terminan soñando con un aprendizaje y un curso académico que vaya a la misma velocidad. ¿Para qué esforzarse, trabajar, empezarse por aprender? ¿No sería más cómodo, como en Matrix, que aprendiésemos al instante, simplemente cargándonos el programa de piloto de helicóptero, alumno de quito curso o graduado en ciencias bioquímicas?
Con este planteamiento perdemos lo más propio del hombre: su temporalidad, su relación interpersonal, con los demás y con lo demás, o sea, con las personas que me rodean y con las cosas que me circundan. Hablo de emociones, que no es un mero sentimiento superficial. Es un sentimiento que ha pasado, en un viaje de ida y vuelta, por la inteligencia y la voluntad, por la búsqueda de la verdad y el camino hacia el bien. En ese viaje de ida y vuelta le han salido raíces, se ha arraigado en nosotros, y no se lo llevará fácilmente el primer vientecito que sople en sentido contrario.
Si unimos los dos conceptos, el capitalismo y el turbo, tenemos una sociedad con mucha prisa, y centrada sólo en el capital, llámese dinero o tecnología. Un ejército de potentes componentes que realizan velozmente numerosas actuaciones. Y lo propiamente humano, el contacto personal, la experiencia de compartir una conversación agradable con otra persona, el recuerdo de las historias vividas juntos, ¿dónde quedan? Puede ser que por amar la velocidad del acontecer perdamos la belleza de saborear el acontecer mismo. Corremos, ¿pero sabemos hacia dónde?
Lo importante, nos enseña el capitalismo, es la obtención de resultados eficaces e inmediatos, donde el equilibrio gasto-beneficio se incline a nuestro favor. ¿El bien del otro? ¿Los valores? ¿Las virtudes? Esas son cosas que no cotizan en bolsa, y por tanto secundarias o para perdedores. Sin embargo, en el hondo de nuestro corazón, sigue latiendo el deseo del bien, la relación y el vínculo con el otro, la sed de trascendencia. Resuena, una vez más, la sabiduría de aquel retórico de Hipona, que buscó la fama del orador y los placeres de la carne durante muchos años. Y al final tuvo que reconocer: “Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Dios”, ese Ser que está en mi corazón y en el de los que me rodean, me ama y quiere mi amor.