Pocas semanas atrás comenté el centenario del nacimiento de José María Gironella, el novelista que más ejemplares ha vendido de un sólo título (Los cipreses creen en Dios) en toda la historia de la narrativa española. Sin embargo, tan señalada efeméride pasó totalmente silenciada en la generalidad de los medios informativos batuecos. Sólo vi una referencia bastante amplia en la revista semanal de información religiosa Vida Nueva. Es “comprensible” este clamoroso silencio general. Gironella estaba clasificado en el índice de la progresía dominante como “católico y de derechas”. ¡Para qué queremos más! Borrado y bien borrado está del santoral literario al uso.
Como muestra de la España cutre que nos toca soportar, con sus dos miserables varas de medir, hemos vivido estos días pasados la celebración resonante del centenario de Marcelino Camacho (2111918, Osma-La Rasa, Soria), activista comunista hasta su último suspiro, al que se atribuye erróneamente como un mérito la creación de Comisiones Obreras. Eso no fue así. Las comisiones obreras nacieron mucho antes como consecuencia de las huelgas que de un modo más o menos espontáneo se venían sucediendo en las industrias y minería de la cornisa cantábrica.
Ocurría que al producirse un conflicto laboral que terminaba enconado, se formaba una “comisión obrera”, por supuesto al margen de los sindicatos oficiales y generalmente propiciada por militantes de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) para negociar con los patronos. Lo que hizo Marcelino fue apropiarse del nombre y el prestigio alcanzado por estas comisiones para alzarse con el santo y la limosna.
El que suscribe, que a la sazón andaba muy metido en estos enredos de los sindicatos underground –ya casado y con una numerosa prole, que hacía falta ser insensato por los riesgos que se corrían– descubrí a M.C. en una charla que dio en el Hogar del Empleado, fundado por el padre Morales, cuyos dirigentes de aquel momento (Cajigal, Romo, Petri, etc.) ya empezaban a decantarse por la gauche más gauchista.
M.C. habló de los sindicatos obreros de la República (UGT, CNT) y se detuvo especialmente en la CGTU (Confederación General del Trabajado Unificada). A la inmensa mayoría de los asistentes –por no decir a todos– que llenaban el amplio salón del Hogar les cogió de nuevas el dato, porque no tenían ni puñetera idea de qué iba eso de la CGTU, pero un servidor, que ya se había tomado la molestia de estudiar a fondo el asunto, se percató que el personaje al que le estaban ofreciendo plataformas de propaganda era un comunista de estricta observancia.
Para corroborar mi sospecha, cité a Marcelino, con su fiel escudero, Julián Ariza, ahora prófugo del PC, a una entrevista en casa de mi suegro, la portería del edificio más emblemático de Madrid, Plaza de la Independencia número 5, últimamente adquirido por Amancio Ortega y reformado hasta convertir los pisos en verdaderas mansiones a ocho millones de euros por planta.
En la charla con Marcelino y Julián traté de averiguar si eran realmente comunistas, como suponía, porque en las arenas movedizas en las que andábamos podías tropezar con algún confidente de la policía y hacer un pan como unas tortas. No avancé mucho, pero me dieron las suficientes pistas para que yo, por mi cuenta, pudiera hacerme una idea de la condición de ambos. Los dos venían de Francia y entraron a trabajar en la Perkins, fábrica de motores para vehículos y otros menesteres varios. En los mentideros de la oposición se decía que era una empresa propiedad de los dominicos, en cuyo consejo de administración figuraba Joaquín Ruiz Giménez, casado con una hermana del padre Aguilar, O.P., fraile importante en la orden de Santo Domingo. Ruiz Giménez, propagandista, tras haber sido ministro y embajador de Franco, se escoró hacia la izquierda, fundó la revista Cuadernos para el Diálogo y propició un entendimiento con los comunistas.
Desde aquella entrevista mantuve una cierta amistad, o por mejor decir, una relación de activismo sindical a la contra, con Marcelino y Ariza, que me permitió ver los trucos que se usaban los nuevos comisionistas para montar ruidos callejeros y llevar a la cárcel a más de un ingenuo desprevenido. Luego, en la prisión de Carabanchel, ya se encargaba un tal Trinidad, preso desde antiguo, de adoctrinar a los novicios. Así destrozaron para siempre a más de un matrimonio, con ayuda de ciertos jesuitas.
Ahora se ha dicho de Marcelino que fue un ejemplo de coherencia ideológica y entrega total a la causa que defendía. Una causa perversa, añado por mi cuenta, que en un siglo de existencia impuso el terror en numerosos países del mundo entero y ocasionó más de ciento veinte millones de muertos.
En todo caso, un cristiano sin complejos no puede maravillarse de los Marcelinos de turno. Dan mucho mejor y mayor ejemplo de coherencia doctrinal, y de entrega total a una causa infinitamente superior a la marxista, los sacerdotes, monjes y monjas, religiosos, religiosas y seglares que lo dejan todo de por vida y se entregan totalmente a la causa de Dios, a la causa de Cristo y de su Iglesia. Eso sí que es ejemplar y verdaderamente sanador de la humanidad. Lo demás, meros sucedáneos, aunque a veces puedan ser heroicos y hasta martiriales, pero que han errado el camino y la elección de la herramienta para hacer el bien a los demás.