¿Qué es lo que yo le diría a un joven que un día me diga: “Desearía ser político, ¿cuál sería su consejo?”? Lo primero que se me ocurre es preguntarle para qué quiere ser político: ¿para hacerse un porvenir? ¿Para servir a su país? ¿Para ambas cosas?
Por supuesto pienso que, al menos en nuestro país, pero me parece que en muchos otros sucede lo mismo, los políticos se han ganado a pulso su desprestigio. El que una aberración como la ideología de género esté siendo aprobada por abrumadores mayorías, que con frecuencia como acaba de suceder en Andalucía, llega a la unanimidad, me indica que, tenemos una clase política que, al menos en cuestiones de moralidad y sentido común, está gravemente enferma.
Y sin embargo, el campo de la política es muy importante. Uno puede pensar que puede pasar de la política, pero ella no prescinde de nosotros y puede destrozarnos la existencia. Muchos alemanes honrados pensarían que a ellos no les interesaba la política, con el resultado que un grupo de canallas se adueñaron del poder y tuvimos la Segunda Guerra Mundial. Los gobiernos están tomando constantemente decisiones que nos afectan con consecuencias para nosotros. Por ello, cuando me he encontrado con jóvenes con inquietudes políticas siempre les he dicho que, si estaban dispuestos a ser fieles a sus principios religiosos y morales, entrasen en la vida pública, donde desde luego necesitamos personas honradas.
Pero también me parece importante que, para salvaguardar esa honradez, no suele ser buena una dedicación exclusiva a la política, porque existe la disciplina de partido, en la que con gran frecuencia no se respeta la libertad ni la objeción de conciencia, y entonces se obliga al parlamentario a votar inmoralidades, como está sucediendo ahora en España con las leyes de ideología de género. Pienso que en el momento actual, al depender del dictado del partido, los parlamentarios son de las personas menos libres de nuestro país, aunque la Constitución en su artículo 67-2 diga: “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Pero ello se resuelve simplemente no poniéndoles en las listas en las elecciones siguientes.
Además, la vida política con frecuencia no abarca muchos años. No se me olvidará lo que me contó una empleada del Senado: se le presentó un senador porque iba a haber elecciones y él no figuraba en las listas. En un momento dado el senador se le echó a llorar, diciéndole: “Tenía un pequeño bufete y me defendía más o menos bien. Ahora tengo que volver a empezar y me siento sin fuerzas”.
El cristiano que entra en política no debe renunciar a sus principios cristianos y debe actuar en función de ellos, pero el propio Jesús, con su famosa frase “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21), establece la autonomía de la vida política con respecto a la religiosa. Pero esta autonomía no es independencia, sino autonomía, y por ello estamos obligados a respetar la dignidad y los derechos humanos. Las personas siempre son personas, nunca cosas ni objetos. Y eso sí que es exigible a cualquier persona y a cualquier partido político. Quien no respeta los derechos humanos es sencillamente un sinvergüenza, por emplear un término suave.
La fuente última de los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad humana, ni en el Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y en Dios, su Creador. Estos derechos, además, son universales, porque los poseemos todos los seres humanos sin excepción; inviolables, en cuanto inherentes a nuestra naturaleza; e inalienables, porque no podemos privar de ellos a nadie, ni que nadie nos los quiten. En consecuencia son inmorales y un católico no debe apoyar a los partidos totalitarios, como nazis, comunistas, partidarios de la ideología de género, nacionalistas excluyentes y fanáticos de todo tipo, incluidos los fanáticos religiosos, es decir todos los que niegan la dignidad y los derechos de las personas y tratan de imponer sus ideas por la violencia o el terrorismo.
En resumen, a un joven que quiera ser político le diría: “Si estás dispuesto a defender los derechos humanos hasta el final, y especialmente tu libertad de conciencia, entra en política. En caso contrario, no. No necesitamos políticos corruptos”.