El evangelio de hoy narra el primer milagro que, según Marcos, hizo Jesús en la sinagoga de Cafarnaún: la curación de un endemoniado. Este evangelista, que pasa por ser el más sobrio, posee un especial arte narrativo. La escena transcurre con toda normalidad: Jesús entra en la sinagoga como cada sábado y comienza a enseñar. Dice Marcos que la gente quedaba asombrada porque enseñaba con autoridad y no como los escribas. Sin embargo, Marcos no dice en qué consistía la autoridad de Jesús.
De repente, un hombre que tenía un espíritu inmundo comenzó a gritar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Llama la atención que primero se dirija a Jesús en plural y después lo haga en singular. El espíritu inmundo pertenece a un grupo, no es un espíritu aislado, forma parte de los ángeles caídos, que ven en Jesús el comienzo de su ruina. Conocen perfectamente la identidad de Jesús, aún no revelada: el Santo de Dios.
Jesús, dirigiéndose a él, le manda callar y salir del hombre. Aquí reside su autoridad. Por eso, el evangelista concluye su relato con estas palabras: «Todos se preguntaban estupefactos: ¿qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y le obedecen». La autoridad de Jesús no queda en las palabras. Se manifiesta en las obras que avalan su enseñanza.
Si leemos con atención el evangelio de Marcos, observamos que, poco antes de narrar este milagro, Jesús es tentado por Satanás en el desierto. Ahora, el evangelista introduce más dramatismo en la liberación del poseso. Su pedagogía es clara: Jesús ha venido a acabar con el imperio del mal, manifestado en la influencia del Maligno.
Al terminar el Padrenuestro, Jesús nos enseña a pedir: «Y líbranos del Malo». La gente, incluso sus enemigos, comprendieron enseguida que en Jesús se manifestaba un Maestro cuya autoridad superaba con creces la de los escribas. Su enseñanza era nueva, porque venía acompañada de una potestad sobre el mal completamente inédita. En él se hacía presente el Bien absoluto y el mal empezaba a perder dominio, energía y terreno.
Hoy el diablo produce risa. Para muchos, incluso creyentes, es una simple figura retórica que simboliza el mal. Otros lo consideran un invento judeocristiano para explicar el mal del mundo, pero «invento» al fin y al cabo.
Jesús, sin embargo, se lo tomó en serio. Experimentó su cercanía en las tentaciones y entendió su ministerio como una lucha contra él, a quien llama padre de la mentira y príncipe de este mundo. La acción salvífica de Jesús no se entiende sin esta clave de oposición radical al Adversario que intenta perder al hombre. Cualquiera que se haya tomado en serio la vida espiritual sabe que el mal existe, no como una abstracción, sino personificado en alguien, y comprenderá las célebres palabras de Bernanos en su novela Bajo el sol de Satán: «El mal, lo mismo que el bien, es amado por sí mismo, y servido».
En la novela de W. P. Blatty El exorcista, el jesuita mantiene una conversación con la madre de la niña sanada, que se confiesa no creyente. A pesar de la sanación, la madre sigue sin creer en Dios y dice: «Si a uno se le ocurre pensar en Dios, tiene que imaginarse que existe uno; y si existe, debe necesitar dormir millones de años cada vez para no irritarse. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir? Él nunca habla. Pero el diablo no hace más que hacerse propaganda». No es cierto. Dios no duerme ajeno al sufrimiento. Ha hablado por su Hijo, Jesús, que ha venido a acabar con el Maligno y sus obras. Es un drama inmenso que no merece la risa.
Monseñor César Franco es obispo de Segovia.