Escribió Kierkegaard que «Lutero fue el hombre más plebeyo que jamás haya existido; pues, sacando al Papa de su trono, puso en su lugar a la opinión pública». Esta distinción irreconciliable entre el Papa y la opinión pública la apreciamos en el pasaje de la Confesión de Pedro, en donde descubrimos que la verdad es una, a la vez que las opiniones de los hombres son múltiples y confusas. Jesús pregunta a su discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?». Y constata que esa opinión pública es un zurriburri de majaderías arbitrarias y discordantes; constata que la humanidad y Dios no pueden entenderse a través del sufragio universal; constata que la Iglesia que desea establecer no puede fundarse sobre la democracia. A continuación, Jesús pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pero no es la asamblea de los apóstoles la que responde la verdad pura y simple; responde sólo Pedro, hablando por su propia cuenta, sin consultar a los otros ni esperar su asentimiento, sin importarle que sus palabras sean contrarias a las de la opinión pública.
Esta es la base constitutiva de la Iglesia, escandalosa para el mundo contemporáneo, que quiere sacar al Papa de su trono y poner en su lugar a la opinión pública; o bien, conseguir que el Papa sea el ventrílocuo de la opinión pública. Esta es la razón por la que cualquier actuación o palabra del Papa que se someta a la opinión pública es aplaudida a rabiar por los enemigos de la Iglesia, que pueden llegar incluso a convertirlo en su mascota predilecta, poniéndolo a casar azafatas en los aviones. Pero, a la vez que la Iglesia se somete a la opinión pública, pierde brillo a los ojos de los creyentes, que para seguir a un líder de masas aupado por el sufragio universal ya tienen al Albert Rivera o al Pablo Iglesias de turno, que además están mucho más macizos.
Pero, ¿quién se atreve hoy, en esta fase democrática de la Historia, a alzarse sobre el zurriburri de majaderías arbitrarias y discordantes de la opinión pública, para proclamar la verdad, como hizo Pedro en el pasaje evangélico? En la serie de Sorrentino, The Young Pope [El joven Papa], sale un papa imaginario al que le importa un comino la opinión pública; pero un papa así resulta hoy por completo inimaginable, fuera de la ficción. ¡Un papa que rescata la tiara y restablece la disposición Non Expedit, por la que Pío IX desaconsejó a los católicos participar en las elecciones! ¡Un papa que combate los casos de pedofilia que infestan la Iglesia apartando de su ministerio a todos los sacerdotes homosexuales, pues considera que la pedofilia y la homosexualidad están íntimamente relacionadas! Aunque Sorrentino sea un descreído y su serie tenga una intención procaz y satírica, se nota que siente nostalgia de una Iglesia que no contemporiza con la opinión del mundo, sino que la combate sin remilgos. Sorrentino sabe íntimamente (pues el descreído inteligente tiene mejor teología que el meapilas) que esa es la única Iglesia atractiva; pero hoy sería, desde luego, una Iglesia mártir.
En cambio, una Iglesia que entroniza la opinión pública evita el martirio; pero no interesa a nadie: en el creyente crea desafección y en el descreído irrisión. Como me dijo cierto amigo misionero: «Nos piden que hablemos a los fieles de asuntos que "les tocan de cerca", como la corrupción política o el cambio climático; y los fieles se nos pasan a las sectas evangélicas, donde les hablan del infierno y de la segunda venida de Cristo». Y es que las personas religiosas desean que les hablen de cosas que "les tocan de lejos"; o sea, de cosas que atañen a la salvación de su alma. Para hablar de sociología plebeya ya tenemos a los líderes de masas aupados por el sufragio universal.
Publicado en ABC el 22 de enero de 2017.