Muchas veces en las series o películas, cuando alguien es atacado y queda inconsciente, la policía o los detectives están a la espera de que esa persona se despierte para que cuente quién fue su atacante y así fácilmente se revele la incógnita.
En el caso de Jesús es diferente, ya que su muerte fue una cuestión pública. Sin embargo, aún parece un misterio sin respuestas claras y directas. ¿Quién mató a Jesús? ¿Fueron los judíos? ¿Fueron los Romanos? ¿Fue la humanidad?
Si lo tuviésemos a Jesús frente nuestro y le preguntáramos: "¿Quién te ha matado?", ¿qué nos respondería?
¿Es necesario para responder esto indagar en la historia? ¿Poner el dedo en heridas que aún no han sanado? ¿O es suficiente con usar sus propias palabras?
"El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre" (Jn 10, 17).
Ésta es su respuesta, éstas son sus palabras. Y nosotros, acaso, al entrar en esta discusión acerca de quién lo mató, ¿no actuamos como si fuésemos las personas debajo de la cruz de Jesús cuando le decían “¡Sálvate a tí mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!” (Mt 27, 40), perdiendo de vista el real sentido de su venida?
Es que nos cuesta entenderlo. La lógica de Dios es muy diferente a la nuestra. De esperar un Mesías poderoso, un nuevo Rey David lleno de gloria y dominio, recibimos un mesías hijo de un carpintero, montado en un burro, humillado, torturado, crucificado, “escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Co 1, 23).
Y tratando de encontrar respuestas, a veces las buscamos en los lugares equivocados, y en lugar de poner la mirada en el porqué o el para qué, nos ponemos del lado de los acusadores, buscando a un culpable, a alguien a quien señalar, a un “chivo expiatorio” donde centrar nuestra mirada de forma exterior, evitando el cuestionamiento interior.
El mismo Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) dice:
“La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica San Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: 'Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios' (Hch 2, 23)” (CIC, 598).
“Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: 'En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados' (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19)” (CIC, 604).
“Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, 'los amó hasta el extremo' (Jn 13, 1) porque 'nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos' (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10, 1718; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: 'Nadie me quita [la vida]; yo la doy voluntariamente' (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53)” (CIC, 609).
Y entonces, si es tan claro, ¿por qué por tanto tiempo se culpó a los judíos de la muerte de Jesús? ¿Por qué mi papá me cuenta que cuando era chiquito, los lunes los chicos del barrio le pegaban porque habían escuchado en misa el domingo anterior que los judíos habían matado a Jesús?
Como lamentablemente pasa en muchos otros aspectos, siempre hay malas interpretaciones de los hechos y también de las Sagradas Escrituras.
Sólo la lectura fundamentalista y literal de los textos de los evangelios permite a ciertas personas sostener aun hoy tal acusación. Pero gracias a Dios que la Iglesia reiteradamente ha clarificado este tema y el Concilio Vaticano II lo dejó muy claro también.
La declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II iniciado por Juan XXIII afirma que “no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían ni a los judíos de hoy”, desligando de esta forma la responsabilidad colectiva de los judíos en la muerte de Jesús.
Asimismo, en el libro Jesús de Nazaret, el Papa Benedicto XVI exoneró a los judíos por la muerte de Jesús. Entre muchas otras cosas dice: “San Pablo insiste en este sentido de que Jesús da la vida por nosotros, por amor a nosotros: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25); «Cristo murió por todos cuando todos estaban muertos» (2 Cor 5, 4); «uno murió por todos» (cfr p.e., Rom 5, 6. 8; 8, 32; 14, 15; 1 Cor 11, 24; Gal 2, 20;1 Tim 2, 6; Tit 2, 14). Esta entrega por nosotros no significa otra cosa sino que Cristo «nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio de suave olor» (Ef 5, 2). En Hebreos, la muerte de Cristo, «más valiosa que todos los sacrificios», sustituye a todos los anteriores sacrificios y es suficiente ella sola para purificar las conciencias de todos los hombres (cfr Hebr 9, 11-28)".
Son muchos más los textos que hablan de la muerte de Cristo como sacrificio. En realidad estas afirmaciones se encuentran ya en los primeros escritos del Nuevo Testamento y están ligadas a lo que Jesús dijo en torno a la entrega de su vida, al aplicarse a sí mismo los sufrimientos del Siervo del Libro de Isaías:
“¿Quién creyó lo que nosotros hemos oído y a quién se le reveló el brazo del Señor? El creció como un retoño en su presencia, como una raíz que brota de una tierra árida, sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos. Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca. Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte? Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi pueblo. Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca. El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento. Si ofrece su vida en sacrificio de reparación, verá su descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de él. A causa de tantas fatigas, él verá la luz y, al saberlo, quedará saciado. Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos. Por eso le daré una parte entre los grandes y él repartirá el botín junto con los poderosos. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los culpables, siendo así que llevaba el pecado de muchos e intercedía en favor de los culpables” (Isaías 53).
Jesús, el siervo sufriente, por propia voluntad, aunque no sin dificultad, se ofrece a sí mismo como Sacerdote y Víctima de la nueva y eterna alianza. Nos trae un nuevo éxodo, nos libera, muere por nosotros y a través de compartir nuestra humanidad, nos comparte su divinidad. Un Dios que nos ama hasta el extremo, y es capaz de hacer locuras que van mucho más allá de nuestra lógica, con tal de no pasar la eternidad lejos de nosotros.
Es la historia de amor más grande que jamás existió. Ojalá podamos poner nuestra mirada allí y entrar en ese romance que no se extingue nunca.
Publicado en el blog de la autora, Judía & Católica.