Nada más práctico que una buena teoría. Una metafísica se multiplica en mil mínimos detalles cotidianos. No digamos ya unos buenos dogmas. Podría poner ejemplos más meticulosos, pero prefiero ir a lo fundamental. Dicen que el catolicismo, con su concepto de pecado, nos culpabiliza.
Es verdad.
Al menos en mi caso. Lo que, sin embargo, me ha hecho ser un hombre muchísimo más feliz de lo que hubiese sido de pensar, como tantos, que la culpa siempre es de los demás. Obsérvenlo. Los que están convencidos de que la culpa es de otros (del sistema, del Estado, de la economía, de sus padres, de la sociedad, de la Iglesia, de los vecinos o de los compañeros de trabajo) viven en un enfado infatigable, cabreados continuos.
Yo estoy firmemente convencido de que la culpa es mía. Incluso ante uno de los casos más extremos me salió esta soleá arrepentida: "Hubieran sido en el pecho / -puñaladas en mi espalda- / si hubiese sido más bueno". Y retrataba una verdad como un templo.
Esto, que según los críticos del cristianismo, debería conducirnos a un espíritu triste, retorcido y taciturno, produce todo lo contrario. Uno se perdona mucho antes a sí mismo que al prójimo y entiende mejor las circunstancias atenuantes y hasta las eximentes y está seguro de que sus intenciones, al menos, no eran malas. Con los demás, la sospecha lo ensucia todo. Si se nos dijo que había que amar al prójimo como a uno mismo, fue porque se conocía el percal. Uno a uno se perdona pronto. Con el prójimo ya nos ponemos a hacer restas, sumas, multiplicaciones y derivadas.
Para más inri, quiero decir, para más gloria, si la culpa es mía, la capacidad de arreglar las cosas depende de mí. Habito en la esfera de mi responsabilidad, para mal y, oh, para bien. Aquel que está arrepentido de sus actos, de su negligencia o de su omisión, también lo está de que sus acciones son (o serían) suficientes para cambiar el curso de los acontecimientos. El que cree que no tiene culpa de nada, está asumiendo indirectamente que él no puede hacer nada de nada para arreglar nada. Natural que se ponga mohíno. El examen de conciencia es el que conviene suspender.
Si luego no hago lo bueno que puedo, la culpa volverá a ser mía, pero ya dentro del círculo virtuoso de la libertad (posible) y del perdón autoconcedido (casi inmediato). La mala conciencia es la prueba del algodón (sucio) de un sistema optimista, activo, libre y caballeroso.
Publicado en Diario de Cádiz.