Ya vamos apagando las luces que encendimos mediando diciembre, desnudando los escaparates de la fantasía de unas fiestas fugaces, rompiendo los décimos de lotería que una vez más no nos tocó. Sí, la Navidad como tiempo preciso que marcan unas fechas, termina a la vuelta del día de Reyes. Y hasta la liturgia se hace ordinaria con el tiempo que se llama precisamente así hasta que dé comienzo una nueva cuaresma. Hay una Navidad que se monta y se desmonta, que se enciende y se apaga, que se anuncia y se oculta, cuando caducan los días señalados sin que haya posibilidad de más prórroga.
La cita última era la que nos volvía a llevar al portalín admirando no ya a los pastores espabilados en una noche de paz, sino a los magos sabios del Oriente que venían como reyes con regalos a entregar. Es el encanto de unas escenas que nos traen la memoria de nuestra niñez y de tantos años luego en los que hemos ido creciendo al amparo del significado hondo de estas fiestas profundamente cristianas.
Aquellos personajes vinieron atraídos por una estrella, es decir, se dejaron sabiamente provocar. Aquella luz atrayente era el pobre reflejo de la verdadera luminaria que Dios encendió en Belén al darnos a su propio Hijo. Llegaron y adoraron al Niño Dios. Y reconocieron en aquel bebé al misterio resuelto de todos sus enigmas, de todas sus búsquedas, de todas sus preguntas. No pudieron por menos que regalarle cuanto llevaban de más noble, de más bello y de más valioso: primero su lealtad para allegarse hasta Él, y luego el ofrecimiento de los dones que traían. Este es el sentido de nuestros regalos: querer recordar el gesto agradecido de aquellos sabios que ofrecieron al Señor sus mejores dádivas, reconociendo que sus cábalas no eran acertijos ciegos por resolver, sino la exigencia de sus corazones que hallaban en aquel divino infante a quien había abrazado lo que estaba en sus adentros sin resolver.
Mientras se van desmontando los motivos navideños que nos han acompañado estas semanas, nosotros queremos no olvidar que la cabalgata de la vida sigue. Evidentemente, hoy es otra la cabalgata, y es otra también nuestra edad. Pero las preguntas de nuestro corazón no han cambiado, y tampoco la respuesta que en su Hijo nos sigue dando Dios. Tal vez hoy nos asomamos con ojos menos inocentes y acaso más escépticos al paso de algo que pueda suceder para dar respuesta a nuestras muchas cuestiones.
Necesitamos de nuevo una estrella. Al ver tantos horrores y errores; al ver demasiadas mentiras e intereses para apañar el poder de turno, la influencia pretenciosa, el control cicatero, quizás terminemos hartos y caigamos en la más descreída indiferencia. Es menester encontrar la estrella, la que el Señor enciende en nuestra vida para nuestro bien, como discreto guiño de un camino a recorrer, o de un camino que dejar, a fin de llegar a la luz para la que nuestros ojos nacieron. Tenemos la certeza de que el mal no prevalecerá, y por eso podemos y debemos cultivar una esperanza indómita, aún en medio de ese mal que existe y actúa, pero con la confianza de que ayudados por el Señor es posible un mundo mejor. ¿Y si la estrella fuésemos nosotros que el mismo Dios enciende para caminar uno junto al otro? Abrámonos a esa luz que alumbra sin deslumbrar, seamos leales con ese Acontecimiento que hemos encontrado y ofrezcamos nuestros dones como quien comparte humildemente el inmerecido regalo que se nos hizo. Es la cabalgata cotidiana que ahora sube la cuesta de enero y enfila un año todavía no escrito en el que, sin duda, Dios volverá a sorprendernos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo