Me ha llamado la atención una frase del profesor norteamericano George Weigel en un reciente artículo en el que postulaba «que el sentimentalismo no prevalezca sobre la Navidad». Previamente recordaba que Dios quiso nacer dentro de la caótica historia de la humanidad, precisamente para devolver esa historia a su verdadero cauce. Sin embargo para muchos, incluso entre quienes se manifiestan sinceramente cristianos, entrelazar la Navidad con el drama de la historia es algo que rechina, algo que no se puede digerir. Weigel se refiere a la tendencia, irresistible en nuestras sociedades occidentales, a vaciar la Navidad de los hechos que la constituyen y reducirla a un conjunto de buenos sentimientos que pueden oscilar entre la vacuidad extrema y un moralismo agresivo. No es extraño que, metidos dentro de esta pinza, surja en muchos una especie de antipatía cerril frente al decorado de esta fiesta, que por otra parte es imposible dejar de reconocer como elemento fundante de nuestra civilización.
Los relatos evangélicos, tan austeros, no nos ahorran la imagen de la condición caótica de la historia, que tiene que ver precisamente con la libertad del hombre. Siempre permanecerá como un misterio ante el que arrodillarse que el Dios del cielo y de la tierra haya querido emplear esta forma de enderezar el rumbo de la historia: no mediante un plan, un decreto, o el envío de los ejércitos celestiales, sino mediante el nacimiento de un niño en un pesebre y todo lo que siguió después. No puede negarse que la presencia de un recién nacido inspira siempre un movimiento inicial de ternura, pero eso sería bastante insuficiente.
Como bien señala Weigel, todo comienza con una provocadora invitación a una jovencita de Nazaret que decide decir sí a una aventura en la que ella nunca tendrá los mandos, y en la que continuamente tendrá que renovar su confianza en Dios frente a la apariencia de las cosas. La elegida tuvo que dar a luz casi a la intemperie, hubo de escapar de la razia de los soldados de Herodes, y escuchar decir a Jesús que tenía que ocuparse «de las cosas de su Padre» después de haberla tenido en vilo tres días, cuando creyó que se había extraviado en el Templo. En realidad María tuvo que aprender, una y otra vez, que la que se extraviaba era ella si no repetía aquello de «hágase en mí según tu palabra». ¿Y qué decir de José, el buen carpintero, el hombre justo llamado a cuidar y educar al Rey del Universo convertido en un arrapiezo? También él tuvo que despegarse de sus planes más sensatos y legítimos para servir el designio de Dios. Para María y José no había duda de que su hijo había llegado en medio del caos de la historia (el caprichoso censo de Augusto, la posada llena, la cobardía asesina de Herodes, las habladurías de la gente, las acusaciones contra Jesús…) y, frente a todas las apariencias, estaban ciertos de que aquel niño venía para enderezarlo todo, aunque no sospecharan de qué forma podría suceder eso.
Escuché hace poco a un buen sacerdote relatar los esfuerzos peripatéticos de un conjunto de tertulianos en un programa de radio para decir lo que para ellos era la Navidad. ¡Qué vueltas y revueltas, qué abstracciones, qué esfuerzos baldíos para decir algo que al final no tiene consistencia alguna! Ninguno llegó a articular siquiera la palabra «Jesús». Así no se entiende nada, y estos días discurren entre la melancolía y el atracón, dejando finalmente un rastro de enfados y frustraciones.
Y sin embargo Jesús vino. Tan inesperado ayer como hoy, tan secretamente deseado hoy como hace dos mil años. Tan presente hoy como aquella Noche, quizás ahora más elocuente aún, a través de la cadena interminable de sus testigos cambiados por el encuentro con Él, incorporados a esa extraña familia de la Iglesia. Que no prevalezca el sentimentalismo (o sea nuestras imágenes y proyectos incapaces de cambiar nada) frente a la Navidad, frente al hecho imponente de que Dios haya querido venir y quedarse dentro de nuestra caótica historia para repararla desde dentro, con la paciencia del Inocente que nació en un pesebre y subió al madero de la cruz. Una paciencia tan incomprensible como conveniente para todos nosotros.
Publicado en Alfa y Omega.