Yo no soy teólogo, sino poeta y de los malos; pero creo que en Navidad hasta los malos poetas tenemos derecho a hacer un poco de teología, con el permiso de las tres o cuatro lectoras que todavía nos soportan. Y es que en estos días la teología se hace pura poesía; una poesía infinitamente más poderosa que toda la cochambre sentimentaloide y ternurista con que los mercaderes tratan de anegarnos.
No hay imagen poética más conmovedora y misteriosa que la de un Dios hecho hombre (¡hecho niño recién nacido!). Dice Santo Tomás que Dios habría podido redimir a los hombres de infinidad de maneras; pero de ninguna otra manera habría mostrado tanto amor a los hombres. ¿Por qué no consumar la Redención haciendo descender numeroso maná (o una copiosa nevada) sobre la Tierra? ¿Por qué no emitir ondas de Paz, o soplar un aire yodado de Fraternidad, al estilo espiritualista que tanto gusta a nuestra época? La idea de gestarse en el vientre de una mujer, para después hacerse niño y por fin hombre es infinitamente más vetusta y elemental, más “pretecnológica” (en especial para esta época hipertecnologizada, en la que todo se pierde en el ciberespacio). Es verdad que los griegos y los romanos ya habían visto a sus dioses pasearse por la Tierra, pero era siempre por motivos livianos: para pegarse un revolcón con tal o cual señora imponente o garrido mozo; para inclinar el signo de una batalla hacia uno u otro bando; para pegarse un atracón o pillarse una soberana cogorza... Y, además, dudo que aquellas efigies humanas que adoptaban pasajeramente los dioses del Olimpo fuesen algo más que trampantojos o ilusiones. Pero este Dios que se hace embrión en el vientre de una mujer y luego niño gimoteante en el pesebre se encarna “por amor al mundo”, según leemos en San Juan, y con un amor que San Pablo no duda en calificar de obsesivo, excesivo, loco. Aristóteles había escrito que no es posible el amor de Dios a los hombres, porque Dios está demasiado alto y el amor busca siempre iguales. A lo que San Agustín añade: “¡O los hace!”. Por loco amor estamos dispuestos a bajar hasta donde haga falta; y en este amor divino vemos el mayor abajamiento de todos: meterse en un pesebre helado, que es tanto como meterse en la boca del lobo. Es una aventura demasiado arriesgada la de este Dios enamorado, por hacerse igual a los hombres. Es una aventura que ya nada tiene que ver con la liviandad de los viejos dioses paganos.
Pero no es posible entender esta aventura sin fijarse en esa mujer que alumbra a Dios, no es posible hacerle un arrumaco a Dios sin pedir permiso a esa mujer. Quienes no se atreven a reconocerla como Madre de Dios no podrán nunca criar a Dios en su regazo, no podrán adentrarse en la poesía que se esconde al fondo de la teología. Esa mujer es la única puerta de acceso al vertiginoso misterio que hoy se celebra, el puente que certifica la unión amorosa de Dios con el mundo material. Por eso el arte más sublime y delicado se ha dedicado a imaginarla; y todo arte que no cuenta con ella acaba pudriéndose hasta degenerar en pintarrajo. Y esa mujer, por haber hecho trizas el “Non serviam” proclamándose “esclava del Señor”, es la mujer más odiada por aquella religión erótica profetizada por Chesterton, que a la vez que exalta la lujuria prohíbe la fecundidad; es la mujer más odiada (hasta el espumarajo y el retortijón de tripas) por cierto feminismo endemoniado, que odia la virginidad y odia la maternidad; es la mujer siempre perseguida por el dragón, hasta el fin de los tiempos. Porque la Navidad es también un salvaje y perpetuo combate, aunque los mercaderes del sentimentalismo y la clerigalla inane no quieran reconocerlo. Feliz y sacra Navidad a todos.
Publicado en ABC el 25 de diciembre de 2017.