1. Cercanía. El amor pide indistancia. Las personas que se quieren no aguantan la lejanía del otro, se sufre su ausencia, desean estar juntas, cara a cara. «Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura; / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura». Es la expresión poética de San Juan de la Cruz que nos confirma que sin la presencia del amado, de algún modo, uno está herido, se muere.
Una campaña publicitaria de Telefónica de España, hace años, proclamaba: Lo importante es hablar. Evidentemente quería incentivar el uso y consumo del teléfono. Pero podemos afirmar que el mensaje no es verdadero. Al niño que ama a su padre (o al novio o novia) y que está de viaje por motivos profesionales, lejos del hogar, incluso en el extranjero, no le basta hablar: quiere tener a su padre en casa, no lejos. Incluso hoy, con el progreso y posibilidades de los terminales telefónicos respecto de esa campaña publicitaria (era anterior a los teléfonos móviles inteligentes, por supuesto), con los cuales podemos ver por vídeo y hablar… no basta. Queremos el cara a cara de aquel a quien queremos. El invento de Dios para estar cara a cara, indistante, cercano, en signo sacramental, pero real, es la Eucaristía.
2. Entrega. «Quiero estar siempre contigo y para eso invento quedarme», no de modo estático, claro está. Ese es un gran malentendido sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Su presencia y cercanía es siempre dinámica: las palabras «esto es mi Cuerpo/Sangre que se entrega por vosotros» son permanentes y actuales en cada momento. No agotan su contenido una vez que las pronuncia el sacerdote para que se realice la presencia real de Cristo sobre el altar mediante las formas y el vino. «Se entrega». El amor es entrega, es donación. Hoy nuestra civilización ha vaciado el contenido de la palabra amor, sensibleramente, eróticamente, y ha perdido la entraña última que genera la unión verdadera de las personas, que expresa lo que es el amor: la entrega, la voluntad de donarse al otro.
3. Desvivirse. Hay una expresión hogareña en la que el marido o la mujer pueden llamar al otro: «¡Mi vida!». También los padres a los hijos: ¡«Mi vida!». A veces incluso elevando la voz y con cierto enfado si se ha hecho algo mal. No importa: ¡mi vida! El que así habla suele desvivirse por el otro. Desvivirse es un verbo denso y rico de nuestra lengua castellana: es vivir la vida, dando la vida para que otros tengan vida. No hay aquí ningún juego de palabras. Vuelve a leerlo y lo verás.
La Eucaristía es el desvivirse de Dios por nosotros: vivir su Vida (divina, eterna...), dando su Vida, para que nosotros vivamos. Y aquí entra otro aspecto de la Eucaristía. Se vive cuando uno se nutre y bebe. El hambre provoca la muerte. En la Eucaristía el que es Vida Eterna, y se nos quiere dar para que le comamos, «tomad y comed», quiere ser comido, comulgado. Por eso, se puede decir con verdad que sin Eucaristía no se puede vivir. Evidentemente, en camino hacia la eternidad, pero cuando llegue la muerte todas esas comuniones, que han asimilado a Cristo resucitado, serán en nosotros semilla de vida eterna en la resurrección.
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Nuestro Dios debe está loco (de amor): cercano, entregado, para que le comamos y vivamos. ¿O somos nosotros los locos porque no nos enteramos?