Una mañana, al entrar en el campus de cierta universidad renombrada, me vi sorprendido por este lema, escrito con grandes letras: “¡Viva el mal!”. Y se me vino a la mente la frase de la Biblia: “En un alma malévola no entrará la sabiduría” (Sab 1, 4).
Toda persona de capacidad normal puede conseguir muchos y grandes saberes de diverso orden: matemático, científico, histórico, psicológico, geográfico, artístico… Estos saberes constituyen una forma de cultura: la científica, la humanística…
A estos tipos de saber y de cultura no parece aludir la Sagrada Escritura en este pasaje con el polivalente vocablo “sabiduría”. Los vocablos “sapientia” en latín y “sabiduría” en español proceden del verbo latino “sapere”, que significa algo así como “saborear”, saber algo por vía de participación. Saboreamos de veras una realidad cuando asumimos sus valores como algo propio y les damos vida en nosotros.
Piénsese en el pianista que da vida a la sonata Patética de Beethoven. Saborea sus melodías y armonías como se saluda al alba, como algo recién nacido, originario, una promesa de vida y de belleza. O imaginémonos al arquitecto de la basílica de Santa Sabina en Roma; cómo habrá saboreado la fuerza expresiva de las dos grandes filas de columnas que orientan el espíritu de los fieles que llenan la gran sala hacia el altar del sacrificio…
Basílica de Santa Sabina en Roma. Foto: Wikipedia.
A esta fruición de grado superior se la denomina en Estética “participación”. Hay diversas formas de tomar parte en algo. La participación de varios comensales en una tarta puede ser festiva en la intención, pero es en cierto modo agresiva, porque anula la realidad participada. Por eso se trata de una forma de participación muy elemental; digamos “de primer grado”.
La participación artística (por ejemplo, la que uno tiene cuando contempla la fuerza expresiva del poderoso Moisés de Miguel Ángel) es sumamente positiva porque actúa interiormente; asume las posibilidades expresivas de una realidad donante de posibilidades creativas –en este caso, la figura del gran liberador del pueblo hebreo– y no queda anulada con ello, sino al contrario, llega a su máxima realización. Nuestra participación sube al grado dos.
El Moisés de Miguel Ángel, en la basílica de San Pietro in Vincoli, de Roma. Foto: Wikipedia.
Pero imagínate un cristiano que oye la Pasión según San Mateo de Bach, vivida, en una iglesia, como parte de los oficios litúrgicos, en la tarde del Viernes Santo. Esta participación puede interiorizarla al máximo y producirle una emotividad de tercer grado.
Volvamos al tema inicial del “alma malévola”. Literalmente, alma malévola significa, en su origen latino, una persona que quiere el mal, lo procura, tiende a él como a su razón de ser, celebra sus triunfos como un éxito propio. A ello iba, tal vez, el que hizo esta proclama a la entrada de un campus universitario: ”¡Viva el mal!”. Nos damos por enterados. Se trata de una declaración de guerra a favor del mal. Tendremos que prepararnos para defender el bien como es debido, es decir, viviendo a fondo el proceso de crecimiento personal, que nos lleva hacia el bien, ejemplarmente presente y actuante en la relación de encuentro.
Al hacer la experiencia de nuestro crecimiento personal, vemos que, al llegar al nivel 3 –el de los grandes valores–, surge en nosotros espontáneamente el lema El bien hay que hacerlo siempre, el mal nunca; lo justo, siempre; lo injusto nunca. Proclamar abiertamente en la entrada de una universidad –alma mater para nuestros antepasados– el lema de “viva el mal” (así en general, con las terribles modalidades que puede provocar) nos causa escalofrío. Seguramente, el que lo proclamó abiertamente a la vista de todos los estudiantes, jóvenes y mayores, no previó el alcance de su proclama. A lo mejor, no pasó de un simple desahogo.
Yo lo tomé como un reto, y me puse a pensar gozosamente a qué cimas de dignidad podemos llegar si optamos por el bien y entrevemos lo cerca que llegamos del reino de lo divino cuando hacer el bien constituye el "ideal de nuestra vida" y tomamos en serio la tarea de purificar nuestro amor de toda brizna de egoísmo.
Al ver que alguien tiene el arrojo de proclamar que “Viva el mal” a las puertas de la institución que nació para defender la verdad y enardecer nuestras vidas jóvenes con la idea de la grandeza que nos reportará vivir para la verdad, en la verdad y de la verdad, nos parece hallarnos ante el intento de demoler de un golpe el colosal edificio que estamos llamados a levantar cuando subimos a la cumbre del nivel 2 –el nivel de las personas y las obras culturales que ellas generan– y entramos en el ámbito del encuentro.
Proclamar el imperio del mal equivale a desear que viva la nada, glorificar la destrucción como una meta de la vida, demoler implacablemente cuanto estamos llamados a construir cuando nuestro lema es, por el contrario, “el bien siempre, el mal nunca; lo justo siempre, lo injusto nunca…”
Cuando vemos que alguien proclama la victoria del mal se nos agolpan en la mente los destrozos que puede causar en nuestra vida convertir el mal en el “ideal de nuestra existencia”, pues una vez más se cumplirá la severa advertencia de los romanos de que "la corrupción de lo óptimo es lo peor que hay [corruptio optimi pessima]".
Anteriormente, hemos visto que hacer el bien es el ideal de nuestra vida y nos permite subir del nivel 2 al nivel 3, el de los grandes valores. Ahora vemos que proclamar la existencia del mal es desear que reine la nada, glorificar la demolición implacable de cuanto estamos llamados venturosamente a construir cuando nuestro ideal de la vida es hacer el bien, el bien incondicional que culmina en el amor oblativo.
Hacer el bien como el primer paso hacia el crecimiento personal implica voluntad de encuentro, de concordia, que significa "unión de corazones", deseo firme de compartir con los otros el gozo de la existencia y la unión de integración, que nos eleva a los niveles más altos.
En cambio, asumir el mal como la meta de la existencia es aceptar como sentimiento básico de la vida el estado de pánico del que se ve colgado de un hilo sobre un abismo. Yo sólo me vi una vez en la vida a punto de caer a un abismo. Algo unía muestro coche al puente de madera que acabábamos de resquebrajar. Pero yo no sabía si se sostendría en caso de que intentara abrir la puerta para echar pie a tierra firme. Fue un momento angustioso…
Pero, créanme, tal como hoy veo las cosas, más angustioso todavía debe de ser perder de pronto el sentido de la vida y convertir el mal en la fuerza directiva de la existencia. Para evitarlo de raíz, en un próximo artículo veremos el sentido que gana nuestra existencia cuando vivimos plenamente para la verdad, en la verdad y de la verdad. Entonces, la verdad, bien entendida, nos hará definitivamente libres y felices.
Alfonso López Quintás es académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.