Esta frase del libro del Génesis es muy conocida y citada cuando hablamos de la familia y los hijos. Y con razón, pues condensa una profunda enseñanza, humana y cristiana. Este primer libro de la Biblia, además de ser un texto revelado, o precisamente por eso, contiene una profunda antropología. Es la sabiduría del pensamiento judeocristiano, que siglos después se completaría, sobre todo, con la filosofía griega.
“Creced y multiplicaos”. Y pensamos rápidamente en el mandato divino de “tener hijos”, procrear. La frase está dirigida a un matrimonio, Adán y Eva, pero no se refiere exclusivamente al número de hijos. La multiplicación es un concepto matemático, un aumento en la cantidad, en este caso, cantidad de personas. El grupo de personas compuesto por un hombre y una mujer se multiplica, numéricamente, cuando llegan los hijos, uno, dos, tres o los que sean. Pero antes del multiplicaos, el Señor mandó a este primer matrimonio “creced”.
El crecimiento no es meramente un aumento de la cantidad, sino una mejora en la calidad. Aumentamos numéricamente el tiempo de nuestra vida cuando cumplimos años, y lo festejamos simbólicamente el día de nuestro cumpleaños. Pero eso no significa automáticamente que crezcamos, que aumentemos nuestra calidad como personas. Todos conocemos a jóvenes maduros de 20 años y a “adolescentes inmaduros” de 40 ó 50 años. Todos han aumentado numéricamente la edad, pero no todos han crecido del mismo modo.
En este imperativo, dirigido al matrimonio, se encuentra el origen de la fecundidad, previo y más grande que la llamada a la fertilidad.
La reflexión natural, e incluso una sana intuición, relacionan matrimonio y familia con el amor. La experiencia habitual de este amor nos empuja a pensar en los efectos que provoca, sus consecuencias, su difusión. Es la realidad que ya los clásicos sintetizaron diciendo que el amor es “diffusivum sui”, tiende por naturaleza a comunicarse y difundirse, a comunicarse y darse a conocer, a expandirse, a expandirse a diestra y siniestra. En la familia y el matrimonio este amor lo podemos traducir como “fecundidad”, que no es lo mismo que fertilidad.
La fertilidad se refiere a una expansión del amor a nivel corporal, se podría decir físico o biológico. La fertilidad de un matrimonio es, principalmente, el número de hijos que ha engendrado, y que después ha hecho crecer a través de su cuidado y educación. La fecundidad va más allá, abarca el plano espiritual, inmaterial, de los efectos del amor. Igual que el amor tiene una dimensión corporal y otra espiritual, íntimamente relacionadas en este “espíritu encarnado” que es el ser humano, el principal fruto del amor es la fecundidad, íntimamente ligada a la fertilidad pero no reducible a ella.
En el análisis del matrimonio y la familia que realizó Juan Pablo II en la Familiaris consortio, ya hace casi cuatro décadas, señala varios aspectos positivos y negativos de la situación actual de la familia, todos ellos íntimamente ligados con la fecundidad y la fertilidad: Procreación responsable, educación de los hijos, divorcio y sus consecuencias en la prole, aborto, esterilización y anticoncepción…
El Papa de la familia, San Juan Pablo II, propuso una respuesta integral ante esta situación de la familia, que ofrece una respuesta enmarcada en el amor: educación en el amor y difusión de un “humanismo familiar”. El problema del matrimonio, cuyo centro es el amor, pasa principalmente por el amor, esta realidad que es “diffusivum sui” por naturaleza. Familia, sé tú misma. Ama y difunde el amor que llevas dentro.