Ante la aprobación definitiva de la ley sobre el testamento vital, la primera y amarga observación es que la Iglesia italiana ha perdido una batalla que, por otra parte, tampoco ha combatido. En general, no se puede evitar la comparación con lo que sucedió hace unos años, cuando Eluana Englaro fue asesinada por el Estado en lo que fue una acción infame: en aquel momento, la realidad popular católica acompañó ese martirio con una presencia viva y activa, intentando impedirlo. Hoy prevalece una clara indiferencia, no sólo por parte de la institución eclesiástica, sino también por una gran parte de la realidad popular católica, que ha permanecido en silencio. No sólo: en la actual fragmentación pública y política, tenemos unos católicos que celebran lo que consideran un paso importante hacia la democracia occidental y otros que, justamente, están preocupados.
Yo, que he intervenido en más de una ocasión sobre esta cuestión, añadiría estas observaciones, que me preocupan.
La primera es que con esta ley se permite que el Estado, institución capital de una sociedad, se ocupe de problemas y dimensiones que son exclusivamente personales, es decir, que atañen únicamente a la persona y, en todo caso, al contexto familiar en el que ha nacido y desarrollado los pasos fundamentales de su experiencia humana. En el momento decisivo, si hay que tomar decisiones importantes por la presencia de sufrimientos permanentes y la posibilidad real de que sean los últimos momentos antes de la marcha definitiva, nuestro Estado considera que es el sujeto capacitado -junto a un grupo de expertos- para estas decisiones que conciernen a la sacralidad de la persona y al contexto familiar en el que ha crecido y vivido.
Es un modo peculiar de reducir a la persona a sujeto de una comunidad estatal que le considera meramente un súbdito. Y la realidad familiar desaparece totalmente, siendo sustituida por una trama de relaciones institucionales que deciden sobre la vida de una persona. Persona que, no nos olvidemos, no ha nacido del Estado y no es súbdita del Estado, sino que ha nacido en un contexto familiar, fundamental para su nacimiento y esencial para su desarrollo.
Estamos ante un estatalismo contra el cual la sana doctrina social de la Iglesia -que recuerdo a esos pocos que aún conocen sus contenidos- siempre ha luchado. El Estado no tiene todos los derechos; el Estado debe poner e incrementar las condiciones para la libertad de la persona y de los grupos en la realidad social. Si hace otra cosa distinta, sus gestos son, entonces, totalitarios.
Segunda observación, vinculada a la primera: una vez que el Estado empieza a ampliar sus competencias en los espacios de vida personal y social, "cuanto más tienes, más quieres". Ya hemos conocido en la historia reciente la pretensión del Estado de intervenir en esferas claramente privadas o personales. Basta pensar a cómo el Estado ha intervenido -no en Italia, pero sí en otros países- en el matrimonio, a veces desanimando o impidiendo el matrimonio entre etnias distintas, intentando regular la vida de las denominadas minorías de manera muy arbitraria, reduciendo su libertad. Estados que se enorgullecían de ser democráticos han tratado a minorías étnicas y lingüísticas como ciudadanos de segunda categoría. Cuando el Estado entra en un ámbito que no le compete, como es el caso de la esfera personal y privada, toda la sociedad está sometida a la posibilidad real que el Estado no se detenga y al cabo de un tiempo (espero que sea dentro de mucho) otras muchas dimensiones personales y sociales sean atribuidas mecánicamente a la responsabilidad del Estado.
Por último, me parece justo resaltar que la minoría católica que, a pesar de la fragmentación social y política de los católicos, tiene aún un sentido de su identidad eclesial, de su dignidad de hijos de Dios y de su responsabilidad misionera, entiende que a la cuestión del final de la vida hay que dedicarle energías culturales y pastorales. Toda la comunidad eclesial, y no sólo ella, tiene que darse cuenta de lo que ha sucedido, por lo que debe equiparse para ofrecer una resistencia legítima para que esta ley, dado que ya existe, se aplique lo menos posible.
Una comunidad eclesial como la italiana, que ya ha demostrado una madurez enorme en el ámbito de la atención y de la preocupación por la realidad y en la educación de su libertad, debe sencillamente añadir a su agenda otros ámbitos en los que ejercer la misma vigilancia y capacidad de resistencia.
Luigi Negri es el arzobispo emérito de Ferrara-Comacchio.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.