A mediados de los 90 comenzó a darse en los países del sur de Europa (en los del norte, encabezados por Suecia, comenzó a mediados de los 70) una transformación en los modelos de hombre y mujer que, al principio, resultaba inofensiva y hasta simpática.
Recuerdo que, tras una larga temporada en Iberoamérica, regresé a España donde contemplé cómo muchas mujeres tomaban la iniciativa en el juego de la seducción y lo acompañan con las peores actitudes, gestos y palabras propias de algunos hombres: fumar como camioneros, beber como cosacos y hablar como Pepe, el portero de mi infancia, famoso en el barrio por su versadísimo vocabulario en lo que a la genitalidad se refiere. Se repetía sin cesar que si una mujer quería sobrevivir en el duro mundo laboral tenía que demostrar fuerza y ser inflexible como el más duro de los hombres. Al mismo tiempo se fomentaba un nuevo hombre, el metrosexual, que dedicaba buena parte de su tiempo y presupuesto mensual en cremas hidratantes y maquinillas depilatorias. Pero el que se presentaba como hombre modelo de verdad era el homosexual: tu mejor amigo, mujer, porque es gay (alegre), sensible, te sabe escuchar y no muestra cansancio alguno cuando te acompaña de compras. Si quieres disfrutar de la vida, mejor deja al gañán de tu marido en casa…
Comenzó entonces un ataque sibilino a la masculinidad del hombre y la feminidad de la mujer. Un ataque que buscaba intercambiar sus roles para llenar Occidente de hombres femeninos y mujeres masculinas que, además de no complementarse, estuvieran enfrentados entre ellos y consigo mismos.
Han pasado veinte años desde entonces y todo ha ido a más. El ataque ya no es sibilino sino que está refrendado por leyes nacionales y transnacionales y machaconas campañas en los medios de comunicación que buscan el permanente enfrentamiento entre mujer y hombre como parte importante de la deshumanizada y antinatural ideología de género.
Y es aquí, en la mismísima naturaleza del hombre y de la mujer, en la familia y, por consiguiente, en el futuro de la Humanidad, donde se está dando una batalla de proporciones inimaginables. Una batalla que muy pocos son capaces de ver, sobre todo del bando de los “buenos”, de los que saben –aunque hoy casi no se atrevan a verbalizarlo– que lo que es natural es bueno y ambas cosas van de la mano.
Si queremos ser faros luminosos entre tanta oscuridad y confusión, debemos acoger, abrazar y alegrarnos con nuestra naturaleza sin intentar ser lo que no somos, sin intentar adquirir de manera forzada actitudes y sentimientos propios del sexo opuesto. Cualquier mujer que se reconozca como mujer lo que desea es un hombre que la complemente y viceversa. El futuro de la familia requiere de hombres masculinos y mujeres femeninas.
Por cierto, en Suecia, donde éstas políticas llevan más de cuarenta años imponiéndose, cerca del 50% de su población vive sola… y se siente sola. Casi sin hijos y con una población inmigrante mayoritariamente musulmana, los suecos serán minoría en su propio país de menos de una década.