Decía San Agustín que el milagro del gran crecimiento del cristianismo en los primeros siglos era que no había milagro, en el sentido de que no era el fruto de algunos sucesos espectaculares. Fue, eso sí, la gracia del testimonio y del proselitismo (palabra un tanto desprestigiada; llamémosle pues evangelización, si queda claro que hablamos de procurar la conversión de las personas a la verdad de Jesucristo), unida, claro está, a las obras, signo de amor concreto, la solidaridad. No hay duda de que lo decisivo para la Iglesia, sus miembros, es aquel tríptico: testimonio, evangelización, caridad. Y es evidente también que sin el primero los otros dos pierden sentido. Recuperar al máximo esta gracia es una de las claves de una presencia cristiana fecunda en el mundo.
Dicho lo anterior, y sentada la premisa, es necesario situar una cuestión que es determinante. En las sociedades occidentales, en las que ha desaparecido todo acuerdo moral, la ley es el bien. Precisamente porque hoy en día solo hay una multiplicidad de morales individuales, y dado que una sociedad democrática necesita cohesión, aquella dispersión moral se corrige con las leyes. ¿Qué es lo bueno? La respuesta es lo legal. La ley señala el bien en nuestra sociedad, no porque lo sea -y esto forma parte del problema- sino porque suple aquella falta de acuerdo, y así es asumido porque es lo único que impide la anarquía del desacuerdo moral. Cuando se dicta una ley no solo se establecen unas normas a cumplir y unas prohibiciones a respetar, se hace algo más. Se dicta a la sociedad dónde está el bien. Un ejemplo lo muestra con claridad. Las legislaciones sobre el aborto, y más cuanto más permisivas son, las que no consideran al que ha de nacer, lo que hacen es normalizar el homicidio del no nacido, darle carta de naturaleza moral, de manera que al cabo de unos años, sobre todo cuando no se alzan voces potentes en contra que muestren la disidencia y las causas, acaba por convertirse en un hecho bueno, en un medio que ayuda a la igualdad y a la libertad de la mujer; en un derecho. En eso estamos.
Lógicamente, los cristianos debemos atender a las dos exigencias. La del testimonio y la guía pastoral y profética sobre las leyes, y no como un gesto sin visibilidad pública, sino como un dirigirse al pueblo de Dios y a todas las personas de buena voluntad. Argumentar que existe una incompatibilidad entre ambas cuestiones significaría que algo no se está haciendo bien en cuanto a la forma de plantearlo, o bien que en realidad se está renunciando a afirmar la verdad cuando choca con la razón del mundo.
Publicado en Fórum Libertas.