Como Léon Bloy, pienso que el antisemitismo es «el bofetón más horrible que Nuestro Señor haya recibido jamás en su Pasión que dura siempre, el más sangriento y más imperdonable, pues lo recibe sobre el rostro de su Madre». Todo cristiano que no esté envenenado de turbias ideologías debe venerar la raza de la que ha salido la Redención, que a lo largo de los siglos tan visiblemente ha cargado con los pecados del mundo. Pero tan poco cristiano es el antisemitismo como la idolatría de cualquier forma de mesianismo político, incluido el sionista (excusa que muchos sedicentes católicos utilizan en estos días para vituperar al Papa). No hay historia más trágica que la del pueblo judío, elegido por Dios, allá en la noche de los tiempos, y sometido a lo largo de los siglos –a veces, tal como se nos narra en el Antiguo Testamento, como consecuencia de sus propias infidelidades– a multitud de dominaciones, hasta la expulsión de la tierra prometida, en tiempos de Adriano (vaticinada por Cristo, a quien su propio pueblo no reconoció en su primera venida). Durante casi dos mil años, aquella tierra prometida sería «pisoteada por los gentiles», mientras el pueblo judío padecía «cautiverio de todas las naciones», sin hallar nunca un asiento pacífico, víctima de persecuciones sin cuento que hallarían su expresión más sobrecogedora en la Segunda Guerra Mundial.
A la conclusión de este conflicto bélico, los horrores del genocidio judío condujeron a la comunidad internacional a atender las solicitudes del movimiento sionista, aprobando una división de Palestina en dos estados que otorgaban a árabes y judíos una extensión similar de territorio. Parecía que, al fin, los judíos iban a disfrutar de un período de paz que cicatrizase viejas heridas; pero esa aspiración se mostraría enseguida quimérica. Apenas constituido el estado de Israel, la Liga Árabe le declararía la guerra y trataría de invadirlo; e Israel respondería anexionándose territorios que no le habían sido asignados. Desde entonces, la región se ha convertido en un sangriento avispero cuya principal víctima es el pueblo palestino; un pueblo (entre el que se cuentan, por cierto, muchos cristianos) que se ha convertido en imagen viviente de la Pasión de Cristo. Unos pocos días antes de que sufriera esa Pasión, tras su entrada triunfal en Jerusalén, Cristo derramó su llanto sobre la ciudad amada, vaticinando una inminente catástrofe (la destrucción del templo) que puede considerarse también anticipo de catástrofes futuras, hasta el fin del mundo: «¡Ah, Jerusalén –exclamó entonces Cristo–, si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos».
Esta ceguera vuelve a manifestarse en estos días, con el venenoso reconocimiento que Trump acaba de hacer de Jerusalén como capital política de Israel. Mediante este reconocimiento, Trump colma las pretensiones sionistas, que se alimentan de un mesianismo puramente político; pretensiones que son exactamente lo contrario de “lo que conduce a la paz”. Y torna todavía más evidente y estremecedora aquella profecía de Daniel en la que se nos habla de reyes que fingirán reedificar el templo de Jerusalén, pero «en su lugar adorarán a Maozím», que es el dios de las fortalezas, el dios de la fuerza bruta y el poder bélico. Jerusalén, la Sión bíblica, es capital religiosa y “madre de todos los pueblos”; y todo intento de encumbrarla como capital política esconde la intención perversa de adorar a Maozím. Pero esto sólo pueden entenderlo quienes poseen un sentido teológico de la Historia; así que, para no dar oídos a sordos, nos detenemos aquí, acogiéndonos a la disciplina del arcano.
Publicado en ABC el 9 de diciembre de 2017.