Personalmente siempre he tenido de antiguo simpatía por el pueblo judío y el Estado de Israel, acaso como rechazo frontal al holocausto que sufrieron los hijos de David a manos del estado nazi alemán.
 
Admiré y celebré durante la Segunda Guerra Mundial la inmensa proeza del encargado de negocios español en Buda-Pest, el diplomático Ángel Sanz Briz, salvando de la muerte en las cámaras de gas a más de cinco mil judíos entre sefardíes y asimilados, con nacionalidad española en cuanto tales sefardíes, de acuerdo a un decreto de los tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera, entonces todavía vigente. No sé si lo seguirá estando ahora.
 
Consideré lógico que al reclamar un hogar nacional propio, tras casi dos milenios de diáspora, los judíos de muchas partes quisieran retornar a la tierra de sus ancestros.
 
También es fácil entender que, tras la creación del islam por Mahoma en el primer tercio del siglo VII, esta nueva religión monoteísta que se dice entroncada en el Libro, en cuanto iniciara su expansión, quisiera encontrar acomodo en la tierra de los patriarcas y profetas.
 
Finalmente, aunque no en último lugar, tenemos al cristianismo en sus diversas obediencias, que sin estar representado por ningún estado político concreto, sino por ciudadanos concretos de muy distinto origen, adoran al único Hijo de Dios encarnado, de nacimiento humano judío, cuya pasión, muerte y resurrección tuvo lugar, hace ya dos mil años, en la controvertida y disputada Jerusalén. De ahí el derecho que asiste a los cristianos a participar en lo que se decida sobre el estatuto de la Ciudad Santa.
 
Es decir, que las grandes religiones monoteístas tienen históricamente cierto derecho a decir alguna palabra sobre el estado y futuro político de Jerusalén y no solamente los judíos. La Santa Sede, sobre todo los Papas de los últimos tiempos, han defendido siempre un estatuto bajo la supervisión de la ONU que garantice la accesibilidad de todo el mundo –y nunca mejor dicho eso de todo el mundo– a los Santos Lugares, sin trabas ni limitaciones impuestas por los países en cuyos territorios se levantan los templos que recuerdan y celebran los principales acontecimientos de las respectivas historias sagradas.
 
Para ello se requiere la paz, vivir todos en paz, nativos y peregrinos, una paz sólida y duradera que comprenda a los diferentes grupos étnicos y religiosos que convergen en esta atormentada ciudad. Para ello se requiere que Israel flexibilice su postura. A estas alturas de la historia no puede pretender convertir a Jerusalén en la capital exclusiva de su país, una nación todavía por definir en su extensión y sus límites sin constituir una amenaza permanente para los territorios vecinos.
 
Los palestinos, enfrentados entre sí, tampoco pueden permanecer mano sobre mano a la esperá del maná que llega de los ricos reinos y emiratos petroleros del Golfo. A simple vista parece que aquellos no tienen otra misión que incordiar constantemente a los israelíes y organizar periódicamente intifadas que incendian las calles y espantan a peregrinos y turistas, su principal riqueza económica.
 
Y para completar el cuadro conflictivo, ahí tenemos a Benjamín Netanyahu, primer ministro y ministro de asuntos exteriores de Israel, empeñado en convertir a Jerusalén en capital del estado judío a todos los efectos y en exclusiva, sin escuchar a cristianos y musulmanes en sus justas demandas. Y para liarlo ya definitivamente, aparece el presidente USA, ese tal Donald Trump, que una hija mía residente en aquellos pagos llama el Jesús Gil de la política americana, apresurándose a trasladar la embajada de Tel Aviv a Jerusalén para reforzar los propósitos  del mandatario israelí. Es decir, dándole una patada al avispero aquél para que salgan todas las avispas con el aguijón en ristre a montar una nueva revuelta.

Si el Papa quiere apaciguar los ánimos en busca de una paz necesaria en la tierra de nuestro Redentor, va tener que hacer horas extraordinarias en su misión paliativa. ¿Hay alguien en Tierra Santa que quiera la paz aparte de los religiosos cristianos?