Aprovechamos las fechas navideñas para hacer –por indicación del director de
Magnificat– una cala en
Cuento de Navidad, el célebre relato de Charles Dickens publicado originariamente en 1843. Por estas mismas fechas, el gran escritor británico acababa de convertirse al unitarismo, una secta que niega la divinidad de Cristo, afirmando en cambio que fue un hombre elegido por Dios para encarnar la vida auténticamente religiosa. Otros rasgos característicos de la doctrina unitarista son el rechazo del materialismo, el desprecio de la controversia teológica, el rechazo del dogma y el énfasis en las obras (frente a la fe).
Dickens, que había pertenecido a la Iglesia anglicana, se convirtió al unitarismo al cumplir la treintena, aburrido de las disputas doctrinales que enfrentaban a las diversas facciones: «Asqueado de nuestra Iglesia establecida, de sus debates eruditos y de sus transgresiones diarias del sentido común y de la humanidad –escribe en una carta–, he llevado a cabo una antigua idea mía y me he unido a los unitarios, que harían algo por mejorar al ser humano si pudieran, y que practican la caridad y la tolerancia».
Conviene tener en cuenta estas precisiones biográficas antes de abordar el relato de Dickens, que muchos católicos despistados hacen leer a sus hijos, creyendo que en él se contiene una ración de «buenos sentimientos» que los hará mejores. Pero lo cierto es que
Cuento de Navidad es una obra de burda moralina que contribuyó enormemente a cambiar nuestra idea de la Navidad, quitando a Dios de su centro y convirtiéndola en una festividad «solidaria», una ocasión para ayudar a los menos favorecidos y reunirse con familiares y amigos en derredor de una mesa, con abetos llenos de luces, adornos y juguetes.
A través de esta obra, Dickens defiende la tesis de que es posible una conversión moral sin una experiencia religiosa específica, en volandas de un espíritu altruista o filantrópico. La transformación de Scrooge, el avaro protagonista, ilustra el significado que la Navidad tenía para Dickens: una ocasión pintiparada –dada la exaltación ternurista propia de estas fechas– para la práctica solidaria, que nos hace más felices (que nos hace «sentir mejores») y mejora la sociedad en la que vivimos.
La trama de
Cuento de Navidad es tan conocida que no debemos perder demasiado tiempo en resumirla: tres espíritus llevan a Ebenezer Scrooge de gira por las Navidades del pasado, el presente y el fututo, para mostrarle sus yerros pretéritos y advertirle de los peligros que lo acechan si no depone su actitud miserable. Scrooge, por supuesto, aprende la lección y se transforma en un hombre generoso y altruista.
Ciertamente, Dickens logra en esta obra enunciar una verdad humana muy honda (la necesidad de conversión que anida en el corazón humano); y lo hace a través de un personaje memorable que queda para siempre en nuestra memoria. Escrito en unas pocas semanas, en una época de su vida en la que Dickens atravesaba serios problemas económicos,
Cuento de Navidad fue de inmediato un éxito restallante; y a los pocos meses el mercado se infestó de ediciones piratas (lacra con la que el autor tuvo que batallar siempre). El subtítulo de la obra («Una historia navideña de fantasmas») no deja resquicios a la duda sobre las intenciones de Dickens. Se trata de despojar a la Navidad de su sentido originario y auténtico: en lugar de celebrar el misterio luminoso de la encarnación que penetra las almas, Dickens celebra una rara mezcla de carnalidad y fantasmagoría, un espiritualismo emotivo muy del gusto contemporáneo. Se trata, en realidad, de una actitud típicamente dickensiana: nunca fue nuestro autor un hombre devoto, pero sabía cómo envolver sus tramas de un sentimentalismo que pasaba a los ojos de sus lectores más primarios como alarde de religiosidad. En algún pasaje de
Cuento de Navidad leemos que «el sagrado nombre y origen» de la Navidad deben ser «venerados»; y también una afirmación tópica que sostiene que es bueno ser niño en Navidad porque es la época «en que su poderoso Fundador también fue niño»; pero fuera de estas alusiones retóricas y superficiales, no hallamos en el relato ninguna mención a la Navidad cristiana, ni a su sentido teológico, que Dickens sepulta entre las balumbas de su descomunal talento, entre visiones grotescas, contrastes maniqueos, fantasías pantagruélicas y habilidosos giros dramáticos.
Nadie podrá negar, sin embargo, la eficacia de
Cuento de Navidad, una obra que evita la pomposidad propia de la época victoriana, decantándose por una escritura a veces algo desaliñada, pero siempre plástica y vigorosa, con esos alardes sarcásticos tan propios del Dickens de la primera época. Así, por ejemplo, aunque no se pueda dudar de la sinceridad del autor cuando denuncia la misantropía, tampoco parece del todo insincero cuando pone en boca de Scrooge que «todo idiota que anda con un “Feliz Navidad” en sus labios debería ser hervido con su propio pudín, y enterrado con una estaca de acebo atravesándole el corazón». Dickens sabía, sin duda, que es mucho más fácil escribir inspiradoramente sobre la maldad que sobre la bondad, que exige más delicadeza y pudor.
Tal vez por eso Scrooge nos gusta, sobre todo, antes de su conversión; tal vez por eso, mientras el protagonista del relato se comporta malignamente, la pluma de Dickens resulta vibrante, su invención literaria fecunda, su inspiración chisposa y arrebatadamente humorística. En cambio, cuando el autor retrata a la ejemplar familia Fezziwig, el aliento de la historia decae; y cuando pone en boca de la vieja novia de Scrooge una oración virtuosa, sus palabras nos suenan tópicas. Y, por supuesto, los pasajes más cuajados del relato son los que Dickens dedica a los tres fantasmas.
Pero los primores literarios de la escritura dickensiana y su brioso sentido narrativo no logran evitar del todo el esquematismo de la historia. En
Cuento de Navidad, los ricos son personas desagradables e impías, sin amigos ni diversiones; los pobres, en cambio, son personas llenas de virtudes, enaltecidas por un cálido compañerismo. En Scrooge, Dickens inventa a un hombre rico que no se permite disfrutar de ninguno de los beneficios de la riqueza; y en la familia Cratchit incorpora un personaje colectivo que no padece ninguno de los efectos venenosos y degradantes de la pobreza. Es verdad que, hacia el final de la historia, Dickens nos muestra a una pareja de niños –en realidad, una alegoría– que irradian el resentimiento propio de quienes han padecido humillaciones y desdenes; pero, en general, el relato parece impulsado por la creencia de que un simple gesto de bondad puede salvar a todas las almas, incluso a las más dolorosamente dañadas.
Este buenismo lacrimógeno es exactamente lo contrario de lo que debe mostrar un arte verdaderamente cristiano, un arte con auténtico conflicto dramático. Y es que
Cuento de Navidad es, antes que nada, una obra de propaganda, una tosca utopía filantrópica en la que Dickens exalta sus nuevas creencias unitaristas (de las que luego, por cierto, acabaría apartándose). También la rapidez de la conversión de Scrooge resulta chocante para cualquier lector mínimamente refinado. Tal vez sea aceptable en un apólogo o fábula antigua; pero impropia de una narración moderna, en donde las transformaciones de los personajes deberían mostrarse más graduales y matizadas. Aunque, desde luego, Dickens no aspiraba a crear personajes complejos y verosímiles desde una perspectiva psicológica, sino más bien símbolos que sirvieran al mensaje buenista que deseaba proclamar. Que entonces tal vez resultara novedoso, pero que hoy lamentablemente se ha extendido hasta conformar la mentalidad contemporánea, pese a su apabullante falsedad (o tal vez por ello mismo).
Cuento de Navidad se salva por su escritura colorista y briosa, por su fusión de fantasmagoría y realismo victoriano, por sus descripciones arrebatadas, por las sobrecogedoras y regocijantes visiones de los espíritus y, en fin, por esa alegría desbordante que asoma en las costuras del relato, bajo su fachada sombría. Scrooge podría haber renegado de su misantropía avarienta, pero permanecer igual de taciturno y gruñón; sin embargo, a la vez que reniega de su egoísmo, se convierte en un hombre deseoso de gozar de la vida. Es cierto que en este vitalismo se esconde la emotividad vacua del filántropo (que «se siente» más feliz después de hacer su aspaviento solidario); pero también hallamos en él una alegre energía que tiene mucho de inspiración divina. Y es que ni siquiera Dickens puede oscurecer el verdadero sentido de la Navidad.
Publicado en Magnificat.