Leí hace algún tiempo que iba a abrirse la causa de beatificación de Gilbert Keith Chesterton y me sentí muy reconfortado, pues el anuncio me pareció que abrigaba la intención eclesiástica de ensanchar el concepto de santidad, abrazando el trabajo de un escritor profano, algo que la Iglesia no ha hecho hasta ahora. Pues, aunque en los altares haya muchos escritores, son todos místicos, teólogos o apologetas dedicados a escudriñar las realidades sobrenaturales; y beatificando a Chesterton se encumbraba por primera vez al escritor profano que se desenvuelve en las batallas del mundo, a las que se aproxima con sensibilidad de artista, pero también con una clarividencia que le permite escudriñar su trasfondo sobrenatural. Considero que hay otros escritores que han acreditado mayores méritos para la beatificación que Chesterton (pienso, por ejemplo, en Léon Bloy o en Leonardo Castellani, que probaron en vida los infortunios más pavorosos y las hieles de la persecución, a veces decretada por la propia Iglesia); pero entiendo que Chesterton es un escritor mucho más ‘universal’ que Bloy o Castellani y, sobre todo, mucho menos problemático para las ‘almas cándidas’.
¡Pero ni por ésas! Hace unas semanas leí en el semanario Alfa y Omega que el obispillo encargado de estudiar el caso había anunciado que Chesterton, finalmente, no sería beatificado, alegando razones de una mezquindad en verdad aplastante e indecorosa. Como, por ejemplo, que la influencia de la obra de Chesterton, tan inspiradora entre «gente de todo el mundo», no se percibe «localmente» en su diócesis «de forma significativa». ¿Habrá leído este obispillo aquel pasaje evangélico en el que Cristo se queja de ser despreciado –como todos los profetas– en su tierra? ¿Habrá leído aquel otro pasaje en el que nos dice que «vino a los suyos y los suyos no le recibieron»? ¿Se percibe acaso ‘de forma significativa’ la influencia de Cristo en Israel? Que Chesterton no tenga ‘fama de santidad’ entre sus paisanos –como Cristo no tiene ‘fama de divinidad’ entre los suyos– nos permite sospechar, desde luego, que tales paisanos sean unos zoquetes. Pero la ‘diócesis’ de un escritor no son los vecinos zoquetes que no lo leen, o si lo leen no lo entienden (entre quienes, sin duda, se cuenta ese malhadado obispillo), sino quienes lo han leído con aprovechamiento, quienes han sido transformados espiritualmente por las verdades humanas y divinas que resplandecen en su prosa. En un pasaje de Ortodoxia, Chesterton observa que todos los milagros de Cristo –curaciones de enfermos, resurrección de muertos, etcétera– palidecen ante el que, sin duda alguna, es el más pasmoso de todos: que unos toscos pescadores se convirtieran, después de conocerlo, en «pescadores de hombres». Y Chesterton ha sido durante más de un siglo un gran ‘pescador de hombres’ que a muchos nos ha llevado, a través del deleite estético e intelectual, a las redes de la fe. ¿Cabe ‘fama de santidad’ mayor y milagro más pasmoso que transformar a las personas a través de la palabra?
El obispillo de marras añade todavía, en el colmo de la idiocia, que no ha sido capaz de «extraer de la documentación un patrón de espiritualidad personal» que caracterizara la forma en la que el escritor vivió la fe católica tras su conversión. Ahora que cualquier mindundi se confecciona un ‘patrón de espiritualidad personal’ y monta un chiringuito o movimiento religioso de pacotilla (en el que, para ingresar, hay que desprenderse de la cabeza y no sólo del sombrero), resplandece el ‘patrón de espiritualidad personal’ de Chesterton, a quien la conversión llevó –como él mismo escribió– a «estirar su mente igual que quien despierta de un sueño se siente impulsado a estirar los brazos y las piernas». Este ensanchamiento mental que Chesterton probó tras su conversión –y que cualquier lector de Chesterton ha probado también mientras lo lee–jamás podrá ser entendido por gente de mentalidad angosta como ese obispillo, que además sentirá pavor hacia todo lo que la santidad literaria de Chesterton contiene: la mirada asombrada del bebé, la risa del niño, el ardor del adolescente, la combatividad del joven, el sentido común del adulto, la sabiduría del anciano; y todo ello bautizado de cordialidad y encerrado en un cuerpo ancho como un tonel (y encantado como un tonel de albergar las alegrías del vino).
Aunque no lo dice, estoy seguro de que al obispillo de marras también le fastidia que Chesterton fuera gordo (tan gordo, casi, como Santo Tomás). Un gordo genial que tenía la virtud de convertir el catecismo en un cuento de hadas y la teología en una novela de aventuras, mediante la alquimia de su santísima literatura.
Publicado en XL Semanal.