La Iglesia católica quiere lucir democracia y para ello está haciendo un sínodo, un proceso que durará casi tres años, con el fin de que todos los bautizados participemos en la labor de aconsejar al Papa sobre la dirección que ha de seguirse. La palabra sínodo significa precisamente camino en común. Hacer un sínodo sería lo mismo que trazar, como se dice ahora, una hoja de ruta, pero trazarla con las aportaciones de todo el pueblo de Dios y no sólo las de sus pastores.
No hay duda de que eso de caminar juntos está muy bien. El catolicismo se basa en la caridad, y ésta exige ir con otros, estar con otros. Sin embargo, la cuestión es saber si el camino que va a tomarse, o que se está tomando a raíz de esta iniciativa, es el correcto y no un camino que nos lleve más directamente, a todos juntos, a la perdición.
Si lo que más necesitamos es claridad, y a juzgar por lo que estamos viendo en las propuestas que salen aquí y allá en la fase diocesana del sínodo, hay que empezar a felicitarse. Veamos algunas: que los curas se puedan casar; que las mujeres se hagan curas; que los hombres y las mujeres contraigan matrimonio con quien gusten, sin importar el sexo de la otra persona (porque Dios no los creó hombre y mujer, o sea, distintos, para eso). Hay que felicitarse, digo, porque el experimento demuestra hasta la saciedad cómo la Iglesia católica no tiene el enemigo fuera sino dentro, muy dentro.
Quien piense que a la Iglesia la están minando los que profanan templos y derriban cruces o quienes promueven leyes perversas o idiotas, ahora verá que no, verá que las minas se encuentran en su interior, que el error está instalado en su organismo; y tan instalado, que hasta respira con él, pues se diría que hoy la Iglesia respira con el mundo, aspira a unirse a él, a ser una misma cosa, no ya con Cristo, con el Eterno, sino con su contrario, con el tiempo.
Desde hace más de dos siglos se afirma que la Iglesia está anticuada. Es una acusación, un insulto. Y, sin embargo, es casi lo mejor que podría decirse de ella. La Iglesia debe ser anticuada, como los monumentos. Porque ¿qué es la Iglesia católica sino un gran monumento, pero un monumento vivo, naturalmente? ¿A quién se le ocurriría decir que la Catedral de León o el Tai Mahal, por ejemplo, deban modernizarse, adaptarse al tiempo?
Aquel que inventó la Iglesia no lo hizo para correr en pos del tiempo y estar a su servicio. “El cielo y la tierra pasarán -dijo Aquél- pero mis palabras no pasarán”. La Iglesia se inventó justamente para servir de contraste a la tiranía del tiempo, que todo lo altera, todo lo aniquila. Si la vida es finitud y caducidad, Jesucristo vino al mundo para enseñarnos que hay otra vida que no pasa, que no caduca. Pertenecer a Cristo y a su Iglesia implica eso, apostar por la permanencia, la duración, la infinitud. ¿Quiero ello decir que la Iglesia es inmutable e irreformable? Todo lo contrario. La Iglesia debe estar reformándose y perfeccionándose de continuo. Su ritmo ha de ser el ritmo de la vida espiritual de cada persona: el examen cotidiano de conciencia, la autocrítica constante. Pero una cosa es eso, buscar la mejora, corregir los defectos, y otra es plegarse a las modas y prestigios de cada época.
El pensamiento izquierdista ha acusado tradicionalmente a la religión cristiana de haber predicado la resignación a la injusticia, la sumisión a los poderes del mundo, en aras de alcanzar la otra vida. ¿No es ese mismo pensamiento, infiltrado dentro de ella, el que predica ahora la misma sumisión y resignación cobarde a los mismos poderes, sólo que ahora ya no en aras de ganar el cielo sino de que nos dejen una falsa paz en la tierra?
El siglo presiona mucho, ya lo sabemos. La modernidad es un rayo que no cesa. Resistirla parece cada vez más duro, más desesperado. Ahí tenemos a buena parte de la Iglesia alemana (y no sólo alemana) doblando la rodilla. ¿Hay que obedecer a la modernidad, hay que adaptarse? Estoy seguro de que muchos católicos desean hacerlo de buena fe. Creen que Dios habla a través de ella (los signos de los tiempos). Creen que la voz del pueblo es la voz de Dios. Pero se equivocan. Eso que se llama la voz del pueblo es, hoy, la voz del amo del mundo. El celibato opcional, el sacerdocio femenino y no digamos la bendición religiosa de los matrimonios entre homosexuales no son designios de Dios para nuestro tiempo, no son mandatos de la caridad cristiana, sino designios de grupos poderosos y organizados que moldean las creencias de las masas y que sirven al espíritu de la disolución.
La Iglesia no puede ser un azucarillo que endulza un momento la boca y que después se disuelve. La Iglesia ha de ser fiel a sí misma, a su historia, a sus raíces, a sus bienes tradicionales. Ha de ser perenne. Ha de enseñar el valor del no y el valor de las cosas que no cambian. Sólo así recobrará el prestigio perdido. Me dirán muchos que esto es conservadurismo y nostalgia, que soy un nostálgico del pasado. Y habrá que responderles: nostalgia del pasado no, nostalgia de lo eterno.
Publicado en El Diario Montañés.