Quizás sea útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio habría sido un ocaso permanente. En realidad, debemos repetir que Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt, esto es, las obras de Cristo no van hacia atrás, sino que progresan (San Buenaventura). ¿Qué sería la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los cistercienses, de los franciscanos y dominicos, de la espiritualidad de Santa Teresa de Ávila y de San Juan de la Cruz, etc.? También hoy vale este criterio para hacer el necesario discernimiento y realista sobre la apertura a los nuevos carismas dados por Cristo, en el Espíritu Santo, a su Iglesia.
Y mientras algunos repiten esta idea del ocaso, otros defienden un “utopismo espiritualista”. Sabemos ciertamente que tras el Concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo fuese nuevo, que hubiese otra Iglesia, que la Iglesia preconciliar hubiese acabado y que tendríamos otra, totalmente “otra”. ¡Un utopismo anárquico! Gracias a Dios los sabios pontífices el Papa Pablo VI y el Papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y por la otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de Gracia.
La historia de la Iglesia es misterio, esto es, un drama en el que hay siempre un conflicto en curso. Pero nuestras acciones importan. Debemos redescubrir hoy la libertad, la responsabilidad en el drama de la historia, para actuar siempre con el auxilio de Dios que nos acompaña, pues Cristo es Señor de la Historia y Cabeza de su Iglesia.
A nosotros nos corresponde hacer lo que hicieron los santos. La vida de cada uno de ellos es un himno a la caridad, un canto vivo al amor de Dios. Esto nos recuerda el valor de la caridad como motor interno de la Iglesia en la vida personal, eclesial y social (caridad política). Al final, cuando nos encontraremos cara a cara con Dios, todos los demás dones desfallecerán; el único que permanecerá para siempre será la caridad (Cf. 1 Corintios 13,4-7), pues Dios es amor y nosotros seremos semejantes a Él, en comunión perfecta con Él. La caridad, distintivo del cristiano, es la síntesis de toda su vida: de lo que cree y de lo que hace.