El vaticinio de Menéndez Pelayo se cumple implacablemente: la unidad histórica de España se fraguó sobre la fe compartida; y el día en que esa fe «acabe de perderse, España volverá a los reinos de taifas». Es un vaticinio que repiten otros hombres clarividentes: Unamuno nos advertía que la comunidad del pueblo sólo podía lograrla la religión; y que sin religión sólo hay «la liga aparente de la aglomeración»; y Chesterton diagnosticaba que «hemos perdido nuestros instintos nacionales porque hemos perdido la idea de aquel cristianismo que dio origen a las naciones».

La Hispania romana, habitada por hombres de razas diversas y costumbres muy diferentes, estaba llamada fatalmente a enfangarse en un hormiguero de batallas tribales. Pero el fundente de la fe la salvó de este destino natural de disgregación, convirtiendo lo que sólo era un mogollón de gentes en una auténtica comunidad, ordenada hacia el bien común. Postergar el bien sectario o egoísta sólo puede lograrse mediante una vida virtuosa alimentada por un motor espiritual. De lo contrario, sobreviene lo que San Agustín llamaba «el tedio de la virtud», que es la causa última del agostamiento y extinción de todas las civilizaciones a lo largo de la Historia. Las “invasiones bárbaras” son cuentos con los que engañan a los niños en la escuela para escamotearles esta verdad terrible: es el tedio de la virtud lo que aniquila las sociedades y descompone las naciones. Y ese tedio de la virtud empieza cuando muere la fe religiosa.

Todas las filosofías falsas y sus fulanas predilectas, las ideologías, han pretendido fundar la sociedad sobre el tedio de la virtud, suplantando la unidad de las naciones por la liga aparente de la aglomeración. Tal quimera voluntarista es la que pretendieron primero las monarquías absolutas, mediante la construcción de un leviatán hobbesiano, y después las democracias, mediante la creación artificiosa de una “voluntad general”, o los llamados totalitarismos, con los engendros de las supremacías raciales o las dictaduras del proletariado. Sólo hay una voluntad que puede mantener a los pueblos unidos, que es la voluntad de Dios; y todo lo demás son tediosos avatares de la torre de Babel, patéticos esfuerzos por mantener una liga aparente que acaban degenerando en discordia y rebatiña, porque –como nos recordaba Foxá– nadie entrega su vida por la democracia (ni por el absolutismo, ni por la dictadura del proletariado), pues sería tanto como entregarla por el sistema métrico decimal. Al tedio de la virtud se le puede pedir que haga postureo patriotero; pero no se le puede pedir que sea heroico como el marido que lucha por su esposa, como el padre que lucha por sus hijos, como el creyente que lucha por su Dios. Cataluña pudo abrazarse en amor y dolor con los demás pueblos de España mientras la fe compartida alumbró a Raimundo de Peñafort y Antonio María Claret, a Jaime Balmes y Antonio Gaudí, a Jacinto Verdaguer y Joan Maragall. Y los demás pueblos de España pudieron abrazarse a Cataluña mientras la fe compartida alumbró el genio de Cervantes (que no se entiende sin Barcelona) o de San Ignacio (que no se entiende sin Manresa o Montserrat). Y cuando esa fe compartida se extinguió nuestra unión se volvió resudada y maloliente como un gurruño de calcetines usados, que sólo sirven para condecorar un cuadro horrendo de Tàpies.

Las uniones en las que falta el fundente de la fe están muertas como un cuadro de Tàpies; y no pueden detener su descomposición. A ese cadáver, como al de Lázaro, sólo podrá resucitarlo un Dios que sabe cómo salir de la tumba. Hasta que llegue ese día, nuestro destino será el de los reinos de taifas. Todo lo demás son milongas.

Publicado en ABC el 13 de noviembre de 2017.