Un amigo me reprochaba el otro día mi «exceso de sinceridad». Y me aconsejaba jovialmente que aprendiese a «nadar y guardar la ropa, que es lo que ahora se estila y conviene». Mi amigo, en fin, me recomendaba que fuese hipócrita, que emboscara o disimulara mis opiniones.
Pero creo que mi amigo estaba errado en su juicio. Sobre todo, porque atribuía a la palabra ‘sinceridad’ un sentido que hoy no tiene. Yo siempre he mirado con reticencias a quienes se proclaman «sinceros»; pues la sinceridad (con su hermanita gemela, la ‘autenticidad’) es con frecuencia la coartada emotiva, el traje de los domingos que adoptan los instintos más egoístas para hacerse respetables. Es una idea comúnmente aceptada (proveniente del psicoanálisis, pero extendida por doquier) que la represión de las tendencias instintivas produce neurosis y que sólo la sinceridad (entendida como liberación de los instintos) devuelve al hombre la salud. Y, si reparamos en el ámbito artístico, descubriremos que al artista se le demanda hoy, por encima de todo, espontaneidad. A este afloramiento de los sentimientos y apetitos naturales es a lo que nuestra época denomina ‘sinceridad’.
Esta sinceridad que nuestra época proclama me parece, desde luego, aborrecible. Pues suele ser excusa y cobijo del energumenismo más rudimentario, de la fantochería más testicular y la teatralidad más pinturera. Por lo demás, no creo que esta sinceridad resulte molesta al hombre contemporáneo; al contrario, no hay más que asomar los ojos un poco a los programas televisivos basurientos para comprobar que es aplaudida y agasajada, incluso aguijoneada en caso de que el pudor o la mesura la dificulten. La sinceridad, tal como la concibe nuestra época, es exhibicionismo y charlatanería.
Y, sin embargo, una época tan rabiosamente sincera es la a vez una época profundamente hipócrita. Nunca como en nuestro tiempo se habían proclamado con tanto énfasis las ansias infinitas de paz; pero nunca tampoco se habían desatado tantos conflictos (y no me refiero tan sólo a conflictos bélicos) en todos los órdenes de la vida. Nunca como en nuestro tiempo había florecido una inquietud ecologista tan maniática; pero nunca tampoco se habían cultivado formas de vida tan radicalmente adversas al equilibrio natural. Son muchos los que se quejan del cambio climático y consumen a destajo; son muchos los que se proclaman pacifistas y jalean todas las formas de violencia a su alcance (que suele ser un alcance doméstico). Y, como sucede siempre cuando la hipocresía convive con la sinceridad (alimentándose recíprocamente), los hombres de nuestra época se distinguen por cargar sobre las espaldas del contrario la responsabilidad de las calamidades que nos afligen, reservándose para sí el papel de víctimas. ¿Quién dijo que no pudiéramos ser sinceros e hipócritas a la vez? Nuestra época ha ideado el modo de que podamos ser ambas cosas de forma muy intensa, de tal modo que nuestra sinceridad exaltada y vociferante, nuestra sinceridad pornográfica, oculte por completo y permita pasar inadvertida nuestra complaciente y pudibunda hipocresía.
El peligro mayor del hipócrita, de hecho, es que se puede enmascarar admirablemente de hombre sincero. Tal vez no lograra hacerlo en una época en que la sinceridad fuese adhesión a la verdad de las cosas y la hipocresía un homenaje que el vicio le rendía a la virtud; pero puede lograrlo plenamente en una época en la que la sinceridad es exaltación sentimental, grandilocuencia emotiva, buenrrollismo compulsivo; y en la que la hipocresía no es otra cosa sino el vicio encumbrado como virtud de obligado cumplimiento. A fin de cuentas, la hipocresía maneja como nadie la palabra suasoria, sabe plegarse a todo, recurre a la adulación sutil y los procedimientos seudomísticos que tanto encandilan a nuestro mundo sin mística, rehúye las posturas acres o extremistas, se esfuerza por halagar siempre a quien lo escucha… Y ¿no es esto, exactamente esto, lo que nuestra época denomina ‘sinceridad’?
En contra de lo que pensaba mi amigo, sinceridad e hipocresía no son en nuestra época extremos opuestos, sino dos caras de la misma moneda, dos falsificaciones cosméticas de la verdad. Es la verdad de las cosas la que al hombre contemporáneo le resulta cruda e insoportable; es la verdad la que no sabe nadar (como hace la sinceridad, siempre tan expansiva) y guardar la ropa (como hace la hipocresía, siempre tan reservona). ¡Pobre verdad, ahogada entre tantas opiniones sinceras o hipócritas!
Publicado en XLSemanal.