XII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)
Marcos 4, 35-41
El Evangelio de este domingo es el de la tempestad calmada. Al atardecer, después de una jornada de intenso trabajo, Jesús sube a una barca y les dice a los apóstoles que vayan a la otra orilla. Agotado por el cansancio, se duerme en popa. Mientras tanto se levanta una gran tempestad que anega la barca. Asustados, los apóstoles, despiertan a Jesús, gritándole: "Maestro, ¿no te importa que perezcamos?". Tras levantarse, Jesús ordena al mar que se calme: "¡Calla, enmudece!". El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Después, les dijo: "¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?".
Vamos a tratar de comprender el mensaje que nos dirige hoy esta página del Evangelio. La travesía del mar de Galilea indica la travesía de la vida. El mar es mi familia, mi comunidad, mi corazón mismo. Pequeños mares, en los que se pueden desencadenar, como sabemos, tempestades grandes e imprevistas. ¿Quién no ha conocido algunas de estas tempestades, cuando todo se oscurece y la barquita de nuestra vida comienza a hacer agua por todas las partes, mientras Dios parece que está ausente o duerme? Un diagnóstico alarmante del médico, y nos encontramos de repente en plena tempestad. Un hijo que emprende un mal camino dando de qué hablar y ya tenemos a los padres en plena tempestad. Un revés financiero, la pérdida del trabajo, el amor de novio, del cónyuge, y nos encontramos en plena tempestad. ¿Qué hacer? ¿A qué podemos agarrarnos y hacia qué lado podemos tirar el ancla? Jesús no nos da la receta mágica para escapar de todas las tempestades. No nos ha prometido que evitaremos todas las dificultades; nos ha prometido, sin embargo, la fuerza para superarlas, si se lo pedimos.
San Pablo nos habla de un problema serio que tuvo que afrontar en su vida y que llama "un aguijón en mi carne". "Tres veces" (es decir, infinitas veces), dice, rogó al Señor que le liberarse de él y ¿qué le respondió? Leámoslo juntos: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza". Desde aquel día, nos dice, comenzó incluso a gloriarse de sus debilidades, persecuciones y angustias, hasta el punto de poder decir: "Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Corintios 12, 7-10).
La confianza en Dios: este es el mensaje del Evangelio. En aquel día, lo que les salvó a los discípulos del naufragio fue el hecho de llevar a Jesús en la barca, antes de comenzar la travesía. Esta es también para nosotros la mejor garantía contra las tempestades de la vida. Llevar con nosotros a Jesús. El medio para llevar a Jesús en la barca de la propia vida y de la propia familia es la fe, la oración y la observancia de los mandamientos.
Cuando se desencadena en el mar la tempestad, al menos en el pasado, los marinos solían echar aceite sobre las olas para calmarlas. Nosotros echamos sobre las olas del miedo y de la angustia la confianza en Dios. San Pedro exhortaba a los primeros cristianos a tener confianza en Dios en las persecuciones, diciendo: "Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de vosotros" (1 Pedro 5, 7). La falta de fe que reprochó Jesús en esa ocasión a los discípulos se debe al hecho de poner en duda el que le "importe" su vida e incolumidad: "¿No te importa que perezcamos?".
Dios nos cuida, le importa nuestra vida, ¡y de qué manera! Una anécdota citada con frecuencia habla de un hombre que tuvo un sueño. Veía dos pares de huellas que se habían quedado grabadas en la arena del desierto y comprendía que un par de huellas eran las de sus pies y el otro par las de los pies de Jesús, que caminaba a su lado. En un cierto momento, un par de huellas desaparece, y comprende que esto sucedió precisamente en un momento difícil de su vida. Entonces se lamenta con Cristo, que le dejó sólo en el momento de la prueba. "Pero, ¡yo estaba contigo!", responde Jesús. "¿Cómo es posible que estuvieras conmigo, si en la arena sólo se ven las huellas de dos pies?". "Eran las mías -responde Jesús-. En esos momentos, te había cargado a hombros".
Recordémoslo cuando también nosotros sintamos la tentación de quejarnos con el Señor porque nos deja solos.
Tomado de Homilética.