Recuerdo vagamente de muy viejas lecturas que los deportistas norteamericanos que participaron en las primeras olimpiadas escandalizaron a los europeos por negarse a cumplir los usos entonces vigentes ante la realeza -la severa y estricta etiqueta previa a la Gran Guerra, cuando un foso hoy inimaginable separaba al gran mundo de la gente corriente-. No era prejuicio antimonárquico, simplemente los consideraban incompatibles con su condición de ciudadanos libres de una democracia.
América ha cambiado mucho desde la imposición de la corrección política, pero no ha dejado de sorprenderme contemplar a la estirada, superpija y superprogre Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, tirarse casi nueve minutos genuflexa con sus tacones de aguja y su magnífico traje rojo, acompañada de otros líderes del partido demócrata, en recuerdo de George Floyd.
Esta repentina moda de ponerse de rodillas ante cualquiera, reproduciendo un gesto extremo de humillación o culto que en las sociedades occidentales, desde hace mucho tiempo, sólo se considera apropiado ante Dios o sus santos, es demasiado indicativo de hacia dónde van las cosas y cómo pueden terminar una vez que se acaben fundiendo en un único credo global las sectas ideológicas que raudamente están sustituyendo el ámbito de la conciencia hasta ayer mismo ocupado, para la mayoría, por el cristianismo.
Y me ha llamado la atención aún más porque ese súbito descubrimiento de la genuflexión laica, culpabilizante y bastante indigna por realizarse ante quienes pueden merecer solidaridad, respeto, cariño o compasión, según los casos, pero no dulía ni adoración, coincide con los descarados intentos en muchos templos católicos de suprimir o hacer imposible la genuflexión de los fieles en los momentos culminantes del culto o durante la oración personal con pretexto sanitario. No puedo comprender esa ojeriza de mucho clero y beatería hodiernos a la genuflexión, practicada desde tiempos remotísimos en sustitución de la aún más expresiva prosternación, práctica oriental que nunca llegó a cuajar en Occidente. Una buena amiga mía se vio una vez reprochada después de Misa por una señora que amable y venenosamente le hizo la observación de que no debía arrodillarse ante un amigo o un hermano. Mi amiga respondió lo obvio, que aquí no cabe.
Por mi parte, declaro mi disposición a caer de rodillas ante el hombre. Con la condición, eso sí, de que sea hijo de una virgen, haya muerto por mí y, además, resucitado al tercer día. Los candidatos se cuentan con un dedo de una mano. El resto, que espere sentado.
Publicado en Diario de Sevilla.