Como un rayo en medio de la noche. Una palabra que como un bisturí abre el absceso, pero que también cura y reconstruye. Así ha sido el discurso de Benedicto XVI a la ciudad de Roma, pronunciado los pies de la presencia dulce y tranquilizadora de la Inmaculada.
Muchos se han sorprendido ante la osadía del Papa al fustigar los usos de la comunicación e masas. En realidad el discurso va mucho más allá. Es una mirada a la ciudad invertebrada, con sus vínculos internos rotos y sus miembros sin rostro, a esa ciudad a la increpaba el poeta Eliot en Los Coros de la Roca: «¿Qué vida tenéis si no tenéis vida juntos?, no hay vida que no sea en comunidad, ni comunidad que no se viva en alabanza de Dios». Es imposible escuchar este discurso de Benedicto XVI sin recordar la pieza profética del gran maestro inglés, aquel que se atrevió a decir ya en 1934 que «donde no hay templo no habrá hogares».
Dice el Papa que «en la ciudad viven (o sobreviven) personas invisibles, que de vez en cuando saltan a la primera página de los periódicos o a la televisión, y se las explota hasta el extremo, mientras la noticia y la imagen atraen la atención. Se trata de un mecanismo perverso, al que lamentablemente cuesta resistir. La ciudad primero esconde y luego expone al público». Y en otro momento añade que aunque la ciudad está hecha de rostros, «las dinámicas colectivas pueden hacernos perder la percepción de su profundidad; vemos sólo la superficie de todo, las personas se convierten en cuerpos y estos cuerpos pierden su alma, se convierten en cosas, en objetos sin rostro, intercambiables y consumibles». ¡Duro es este lenguaje!
Es cierto que el Papa afila la crítica sobre los mecanismos perversos de una comunicación de masas que repite y amplifica el mal produciendo una suerte de intoxicación en sus receptores. Porque lo negativo se acumula sin posibilidad de ser discernido y depurado, provocando una banalización del mal que endurece el corazón. Pero este mecanismo está directamente ligado al aislamiento creciente, a la transformación de la persona en mero individuo privado de tradición y de comunidad, incapaz por tanto de hacer un verdadero camino humano. Es ese individuo sin rostro que se aferra al mensaje o la imagen transmitidos masivamente por la televisión o por Internet como un náufrago se aferra a un madero flotante en medio de la tormenta.
En cambio, sostiene Benedicto XVI, «todo hombre alberga el deseo de ser acogido como persona y considerado una realidad sagrada, porque toda historia humana es una historia sagrada, y requiere el máximo respeto». Y no vale descargar la responsabilidad de este desierto en mecanismos abstractos, porque la ciudad somos todos nosotros y «cada uno contribuye a su vida y a su clima moral, para el bien o para el mal, por el corazón de cada uno de nosotros pasa la frontera entre el bien y el mal, y nadie debe sentirse con derecho de juzgar a los demás; más bien, cada uno debe sentir el deber de mejorarse a sí mismo». No podemos sentirnos meros «espectadores» como nos acostumbran a sentir los Media, como si el mal concerniera solamente a los demás, sino que somos «actores» como aquel Ikonikov de «Vida y Destino» que se atreve a decir «yo» frente a la maquinaria del terror totalitario o como aquel joven chino que resiste a pie enjuto el empuje de los tanques en la plaza de Tiananmen.
Pero ¿de dónde recibir la energía necesaria para decir «yo», para recuperar ese rostro difuminado en una ciudad que parece haber perdido su centro, haber disuelto sus huesos y junturas, haber extraviado su corazón? Mirando a Benedicto XVI a la sombra dulce e imponente de María he reconocido a Jesús que se asoma sobre Jerusalén, su ciudad amada, y llora de compasión porque sus habitantes andan como quien no tiene pastor. María erigida sobre la columna, a la vista de todos, los buenos y los malos, recuerda a la ciudad que la gracia sobreabundó sobre el pecado. Ella es testigo no de una idea sino de una historia: la historia de un pueblo cuya forma de vida es la caridad, que transmite su certeza de generación en generación, que crea comunidades abiertas y creativas en las que cada uno aprende a decir yo, precisamente porque pertenece.
De nuevo nos recuerda Eliot que donde no hay templo no hay morada, donde Dios ya no es reconocido y amado, donde su rastro no se busca con inquietud y con pasión, se abre paso la prepotencia del mal, la disolución de lo humano. Sin embargo en esta ciudad sigue existiendo una presencia humilde pero invencible, la de aquellos que reconocen su propio rostro a la luz del encuentro con Cristo, y que están a salvo de que otros poderes dicten su identidad. Y la de aquellos que luchan para buscarlo con sincero corazón, aun en medio de la bruma y de la confusión. En el caos pervive una red de lugares vivos, de espacios abiertos, de itinerarios humanos… Sobreabundó la gracia: es un juicio histórico, no una elucubración filosófica.
Y el Papa nos provoca: no cedáis a la amargura de la queja, no os agotéis en la condena o en la recriminación de los otros. Sino que movidos por la ley evangélica (por este encuentro que une de manera indestructible, que despierta el yo y lo implica en el espacio y el tiempo de la historia) empezad a cambiar el mundo, haciendo una ciudad más hermosa, más humana. Porque vino Jesús, porque sigue presente, porque sostiene la esperanza. Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Es verdad.
*Publicado en Páginas digital.