«Bloy es una gárgola de catedral que vomita el agua del cielo sobre buenos y malos», escribió Barbey d'Aurevilly. Y ese indiscriminado vómito celestial acarreó a Léon Bloy (1846-1917) el odio peludo de sus contemporáneos, un odio tan orgulloso y rugiente que Bloy llegó a preguntarse con sarcasmo «si no formaría parte de los derechos del ciudadano». Para él, desde luego, resultaba un odio injustificado; pero ya se sabe que a Bloy le gustaba exagerar. Y también que era un hombre de angelical inocencia.
Panfletario feroz, despiadado polemista, censor implacable de todas las lacras sociales, Léon Bloy es como una piedra de toque. Quien se atreve a leer sus libros no reacciona con displicencia o tibieza. Bloy disgusta o arrebata, su escritura no admite contemporizaciones, sus palabras de fuego queman de tal modo que al desprevenido lector no le queda otra salida sino abrasarse de furor o de entusiasmo. Para muchos, Bloy fue un personaje atrabiliario y violento; para otros, fue un profeta y un santo. Y, al escribir la palabra "santo", no se nos escapa que toda su obra está recorrida de hipérboles y desmesuras, de intemperancias e improperios, de diatribas acres y airadas soflamas; tampoco que su temperamento colérico lo colocó con frecuencia al borde de la injusticia. Pero en su enojo hay siempre algo sagrado que nos recuerda la filípica que Cristo lanzó contra los fariseos y la decisión con que expulsó a los mercaderes del templo. En el enojo de Bloy hay algo que nos recuerda a esos santos estilitas que claman en el desierto contra un mundo sensual, materialista, entregado a pasiones de estercolero, y lanzan diatribas altaneras, denuestos atroces, vituperios que tienen la contundencia de un escupitajo arrojado en el rostro de sus contemporáneos.
Y, sin embargo, hay también en Bloy una sensibilidad herida y no sólo hiriente, una suerte de sensibilidad franciscana que lo torna conmovedor y heroico. Como escribiría su ahijado Jacques Maritain, «los libros de Léon Bloy ejercen sobre ciertas almas una influencia que el arte o el genio no bastan para explicar. Para dirigir los corazones hacia Dios, es necesario algo más que la más encendida elocuencia». Y ese "algo más" es —según revela el propio Bloy a Maritain— «amar con toda mi alma». Porque la virulencia de Bloy no es otra cosa, a la postre, sino el reverso de su amor intrépido por la Verdad, de su amor ansioso de infinitud, de su amor doliente por la pobreza y por los pobres. Léon Bloy vivió siempre sumido en la pobreza; pero también abrazado a la pobreza, unido a la pobreza en sagrado e indisoluble matrimonio. Y de esa alianza indestructible con la pobreza brota una de las notas más distintivas de su escritura, un patetismo desgarrador que no desdeña la injuria, la imprecación jeremiaca, el rapto de lucidísima furia.
Léon Bloy es la muestra más cabal de lo que una época filistea y desacralizada puede hacer con un espíritu superior: negar sus talentos, escarnecer sus logros, pisotear sus méritos... pero ¡nunca, nunca, nunca!, destruir la grandeza de su alma inmortal. Hombre extraordinario (por desaforado, pero también por humanísimo) y escritor de auténtico genio, nunca buscó Bloy los laureles de la fama ni el aplauso del mundo. Cuando estaba en la cumbre de su fortaleza, cuando aún no había caído sobre su nombre una conspiración de silencio, escribió: «A toda costa se empeñan en que soy un grandísimo y muy elevado artista, cuyo principal menester es agitar las almas de sus contemporáneos, cuando no soy más que un pobre hombre que busca a Dios, invocándolo con sollozos por doquier». Hijo de un ingeniero librepensador y de una piadosísima madre de ascendencia española, Bloy recibió de niño —lo cuenta en El desesperado— esa instrucción religiosa puramente epidérmica procurada «por simulacros de curas embadurnados de fórmulas», para después convertirse durante la juventud en un furibundo ateo. «Hubo un momento —confesará luego— en el cual el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón». Pero a los 23 años se muda a París, donde terminará trabajando como secretario del mencionado D'Aurevilly, que favorecerá su conversión. Por supuesto, «la palabra "conversión" aplicada a él —escribe Bloy, refiriéndose al protagonista de su novela La mujer pobre, pero para el caso podría referirse a sí mismo— no expresaba bien su catástrofe. Había sido cogido por el cuello por Alguien más fuerte que él. Había sido despellejado, trepanado, quemado». Y, a partir de ese mismo instante, su existencia fue una constante, apasionada y vehemente agitación por la verdad de Cristo.
También un terrible calvario de descréditos, penalidades y pobreza que narraría en sus sobrecogedores Diarios. Expulsado del parnaso tras publicar El deseperado (donde se atrevió a caricaturizar a los escritores más relevantes de su generación), convertido en un apestado al que ningún periódico le abría las puertas, Bloy vivió desde entonces en la más acongojante pobreza, sin dinero suficiente para comprar un saco de carbón o unas pocas patatas que alimentasen a su familia; pero su fe sobrevivió a todas las calamidades, aunque fuese la suya una fe envuelta en las tinieblas y el llanto de Viernes Santo, una fe envuelta de noche oscura, como nos confiesa en cierto pasaje de sus Diarios: «No llego a sentir el gozo de la resurrección, porque la resurrección, para mí, nunca llega. Veo siempre a Jesús en agonía, a Jesús crucificado, y no sé verlo de otro modo». ¡Qué terrible y valerosa confesión! En estas palabras se condensan la descomunal sinceridad y la gigantesca fe de un titán que, entre pavorosos sufrimientos, nunca claudicó, gracias a la frecuentación constante de la Eucaristía, a la oración desvelada y al consuelo de las escasas personas que nunca le retiraron su apoyo, empezando por su abnegada mujer, la danesa Jeanne Molbech.
En la obra de Bloy hay numerosos pasajes en los que nos parece estar leyendo a un Isaías de nuestro tiempo. Hay una exaltación en sus visiones, un ímpetu en sus apóstrofes, una cáustica clarividencia en sus comentarios que ningún escritor católico posterior —con la excepción, tal vez, de Bernanos— ha logrado igualar. Algunos de sus vaticinios se cumplieron; en otros se excedió, como no podía ser de otra manera en un hombre de su temperamento. Pero hasta cuando desbarra Bloy también acierta, porque hay siempre algo conmovedor en su yerro, una desmesura tan convincente que enseguida llegamos a la conclusión de que sus palabras habrán de cumplirse, antes o después, como las del Apocalipsis. Y es que para Bloy la Historia humana es como un sueño construido sobre el tiempo (que, a su vez, considera una ilusión); y la vida en la Tierra no es más que una prefiguración del infierno (en la que los católicos tibios son en realidad demonios encargados de torturarlo).
Bloy aguardaba impaciente el cumplimiento de las promesas parusíacas, única realidad a la que se aferraba, mientras el mundo se hundía. Y anhelaba una especie de abrasamiento en el que, por fin, aparecería Dios. A cambio de obtener esta recompensa definitiva, no le importaba sufrir sin tasa y convertirse en un "yunque de Dios". ¡Y vaya si fue yunque de sufrimientos tremebundos! Aparte de penalidades materiales sin cuento que lo hicieron rodar de cuchitril en cuchitril, huyendo siempre de caseros iracundos, tuvo que afrontar la demencia de su amiga Anne-Marie Roulet (la Véronique de El desesperado), la muerte de sus dos primeros hijos con Jeanne Molbech, la animadversión enconada de casi todos sus colegas, el ninguneo implacable de la prensa y las dentelladas de los acreedores. En su juventud, vivió «descuartizado entre Dios y las mujeres, abrumado por el perpetuo fiasco de las heroicas purezas soñadas»; y cuando al fin la paz conyugal y el anhelo de Dios aplacaron sus apetitos, vivió hasta su muerte en unión mística con la pobreza, que «nos fija, como clavos, en la mano de Jesucristo». Esta intimidad con las heridas de la Pasión le brindó una confianza pasmosa en su trato con Dios que escandalizó al fariseísmo de su época; y que todavía hoy lo convierte en un escritor poco querido por cierto catolicismo pompier. A quienes se escandalizaban de las ligerezas que se tomaba con Dios les respondía: «Resulta tan bueno quejarse de lo que se ama... ¡Y yo amo a Dios!».
Bloy no tuvo recato en despotricar contra el aburguesamiento, la falta de gusto estético y la mojigatería de muchos católicos que, «a fuerza de prevenciones groseras o imbéciles, parecen obsesionados únicamente por el pecado de la carne». Por supuesto, sus dardos más sarcásticos se dirigieron también contra los sacerdotes y obispos untuosos cuyos sermones le hacían «roncar de admiración». Y no tuvo empacho en afirmar que «un discípulo de Nuestro Señor, el menor de todos, testigo de la negación de Pedro, hubiese tenido el derecho de reprochar su cobardía al Príncipe de los Apóstoles con la más extrema indignación e incluso habría tenido el deber, a condición de que inmediatamente después de este acto, hubiese declarado manifiestamente su voluntad formal de obedecer al Jefe de la Iglesia». Tal vez por ello mismo no vaciló en vapulear la «indigencia inaudita» de alguna encíclica de Benedicto XV, al que nunca perdonó su neutralidad durante la Gran Guerra. Claro que, a la vez que se atrevía a censurar al Papa, su admirable apostolado logró la conversión de sus escasos pero fidelísimos amigos, desde Jacques y Raissa Maritain a Pierre van der Meer, pasando por el geólogo Pierre Termier, el pintor Georges Roualt o los músicos Georges Auric y Ricardo Viñes, por citar tan sólo a unos pocos.
En sus Diarios, Bloy nos hace confidencias estremecedoras. Sabe que Jesús es el Abandonado; y sabe que, por lo tanto, quienes lo aman deben ser abandonados como Él. Pero hay ocasiones en que se confiesa «sin noticias de Dios», incapaz de atender las necesidades más básicas de sus hijas que tiritan de frío y languidecen de hambre a su lado. Y el desamparo que entonces nos transmite su escritura nos encoge el corazón. A veces parece que Bloy está a punto de desfallecer, acorralado por la tragedia; pero su esperanza —una esperanza impaciente— acaba por salir victoriosa de todas las batallas. Hacia el final de sus días podrá escribir con enorme paz interior: «Ajeno por completo a las charlatanerías de este tiempo y despreciando más que nunca todas las mentiras modernas, me he atrevido, olvidando por completo el juicio de los hombres, a decir lo que asusta a todo el mundo, y sobre todo a los cobardes católicos de nuestra época».
Pero su acritud, en el fondo, no era más que una coraza para proteger al misionero que llevaba dentro: «Si no fuera porque han dado en llamarme "el temible panfletista" no habría podido nunca hacer tragar mi cristianismo. Todo el mundo me habría vomitado». Aun así, lo vomitaron todos los tibios, tanto los santurrones como los impíos, y tuvo que resignarse al malditismo, como antes o después le ocurre a quien escribe sólo para Dios, sin respetos humanos de ningún tipo, sin preocuparse de amontonar enemigos, como quien amontona estiércol. Despreciado por sus contemporáneos, Léon Bloy se nos presenta hoy, en el centenario de su muerte, como una de las figuras más apabullantes de las letras francesas y tal vez el escritor católico más incómodo y revulsivo que vieron los siglos. Aquel "mendigo ingrato", aquel "peregrino de lo Absoluto" —como a él mismo le gustaba motejarse— sigue siendo piedra de toque para cualquier lector intrépido dispuesto a enfrentarse a los lugares comunes.
Curiosamente, fue el primer escritor al que un Francisco recién nombrado Papa citó, en la misa del fin del cónclave. O no tan curiosamente, pues aunque su temperamento sea muy distinto, sospecho que Francisco tiene que sentir simpatía hacia el hombre que escribió desmesuras tan verdaderas como la que sigue: «Todo hombre que ejecuta un acto libre proyecta su personalidad hasta el infinito. Si da de mala gana un céntimo a un pobre, esa moneda atraviesa la mano del pobre, cae, atraviesa la Tierra, hace un boquete en el Sol, recorre el firmamento y compromete al universo... Un acto de caridad, un movimiento de compasión verdadera, canta por el hombre que lo hizo las alabanzas divinas, desde Adán hasta el final de los tiempos, cura a los enfermos, consuela a los desesperados, calma las tempestades, rescata a los cautivos, convierte a los infieles y protege al género humano».
¿Exageraciones? Tal vez. Pero, ¡cuánta falta nos hacen exagerados como Léon Bloy!
Publicado en L'Osservatore Romano.