La pandemia ha trastornado en una medida muy incierta el funcionamiento de la sociedad, de sus instituciones, de su economía y política. ¿En qué grado ha perturbado el hecho cristiano, y su formulación más importante, la Iglesia católica? ¿A los propios católicos? Hemos visto cambios oficiales súbitos en deberes profundamente enraizados y cómo la comunidad presencial se ha esfumado. No en todas partes ha sido igual, hay diferencias, no ya entre países, sino de diócesis a diócesis, entre parroquias; pero sumado y restado, la impresión resultante es aquélla: lo que parecía inmutable, como la vida sacramental, combinación inescrutable de la materia y el Espíritu, puede ser modificado. El signo ha sido sacrificarlo todo por solidaridad con el resto de la sociedad para evitar el más mínimo gesto de contagio, pero no todos, ni todo, ha sido percibido en estos términos. También ha podido ser interpretado como una retirada.
En el año 165, el Imperio romano sufrió el azote de la viruela a lo largo de 15 años, matando entre un 25% y un 30% de su población, y entre las bajas se produjo la del propio emperador Marco Aurelio, en el 180, el último de este gran azote.
Sin tiempo para la recuperación demográfica, se produjo una segunda pandemia, de la que quizás fue responsable el sarampión, en el 251, tan exterminadora como la anterior.
En aquel tiempo el cristianismo se había enraizado con fuerza, pero era minoritario, con facilidad maltratado cuando no perseguido, en función sobre todo del emperador de turno y el gobernador que cupiera en suerte. No era, en todo caso, una fe establecida, y sus presupuestos eran rotundamente contraculturales, y en un sentido específico, amenazadores para la figura política de la deificación del emperador; esto es, del estado. A pesar de todo ello, muchos historiadores, basándose en el testimonio de personajes clave de la época como Cipriano de Cartago, Dionisio de Alejandría y Eusebio de Cesárea, consideran que de aquella gran tragedia surgió la expansión cristiana. Aquellas pandemias encasquillaron la capacidad de explicación del paganismo, y de la propia filosofía griega. Se enfangó su discurso y su testimonio. Por el contrario, los cristianos ofrecieron no solo una solidaridad real hasta el sacrificio, sino también una explicación que aportaba sentido a la vida y esperanza, y estos tres recursos impulsaron al alza al cristianismo en relación con todas las demás creencias. Durante las pestes medievales que diezmaron a Europa, la fe cristiana no entró en crisis, sino que por el contrario se afianzó.
¿Puede ser así ahora? Una primera impresión señala el crecimiento de audiencia de los programas religiosos de televisión, pero esto ha sucedido cuando una gran parte de los templos cerraron. Los resultados van a ser percibidos ahora, en la afluencia al culto, en las aportaciones económicas, en la práctica de los sacramentos, incluidos los que estaban en regresión, como la reconciliación, el matrimonio y la ordenación sacerdotal, en la práctica de la fe en el seno de la familia, en los retornos y conversiones. ¿Todo esto va a ir a más?
El impacto de la Covid ha sido trágico: 40.000 muertos como orden de magnitud en 75 días equivale a un conflicto bélico, que ha marcado al fuego la sensación de finitud y fragilidad de todo lo humano, y que no ha terminado. La experiencia cristiana tiene la gran respuesta ante tamaña desgracia, en términos de relato y de experiencia de vida. La poesía de Santa Teresa de Jesús lo resume en un Tuit:
Nada te altere,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no cambia.
La paciencia
todo lo alcanza.
A quien Dios tiene
nada le falta,
solo Dios basta.
Una interpretación de los efectos de la Covid-19 nos dice que aumenta el estrés de nuestra sociedad allí donde existía. Sería el caso del sistema sanitario, del funcionamiento de la política, o de la eficiencia y eficacia de los gobiernos, pongamos por caso. La comparación entre Alemania y España ejemplifica aquella interpretación. También ejerce un doble juego de dinamización y ruptura de las tendencias previas: por ejemplo, se acentuará el ritmo de la robotización, pero se acortarán las cadenas de valor, y con ellas se reducirá la globalización. ¿Qué sucederá con el cristianismo, más o menos menguante, de la sociedad desvinculada? ¿Se acentuará su reducción o registrará un nuevo impulso?
La sociología religiosa, que tanto gusta a algunos sacerdotes, y que resulta un subproducto de la fe, cuando es teología disfrazada en lugar de práctica académica, tiende a ver el futuro siempre en términos dicotómicos. Es el caso del escenario definido como una opción entre las estrategias del “reducto” o de la “acomodación”, configurando “islas” en un contexto descristianizado, contrapuesto a la estrategia de la inculturación, consistente en aceptar los valores actuales del mundo como la constante del sistema, de manera que la Iglesia y su mensaje evangélico se adapten a ellos, y contribuya a la solución de los problemas de la sociedad desde la secularización de la creencia.
No creo que este tipo de ejercicios mundanos respondan a las exigencias de la fe, como sí hicieron los cristianos de la época de Marco Aurelio o de Hostiliano, porque la cuestión se sitúa en otra perspectiva distinta a la mundanidad: la de Dios, que se encarna en Jesucristo, que nos es ofrecida en términos comprensibles en su vida y en sus palabras, narradas en los evangelios, y de manera especial en el Sermón de la Montaña.
Desde esta perspectiva la Historia tiene un sentido. Es el de la Redención y es en ella donde se encuentra la perfección de lo humano.
Redención que significa liberación de las esclavitudes y dependencias de los males y del Mal, de los miedos e incertidumbres. Es la acción liberadora en la persona y en la historia merced a la entrega, pasión y muerte de Jesucristo, que para ello se hace hombre y vive en la opresión del tiempo y el espacio. Él ejemplifica la vía del cumplimiento y del sentido de la vida: el don gratuito y el amor, imposibles para la condición humana sin la gracia de Dios. Es el proceso de elevación de lo humano a su estado máximo de hijos de Dios, y la culminación de su amor a los hombres. Aceptar la Redención como hecho histórico, único y extraordinario, junto con la Resurrección es el hecho mollar del cristianismo. Lo que señala la diferencia entre el “sí” y el “no. La Redención entraña también una singularidad fruto del respeto de Dios a la conciencia y libertad de su criatura: solo es posible con la aquiescencia del ser humano.
El cristianismo fracasa cuando cree que para llegar al mundo es mejor despojarse de aquellas evidencias. De abandonar lo sobrenatural, de renunciar a hablar de la encarnación del Mal, del Diablo, por ejemplo, al que tantas veces se ha referido el Papa Francisco. Renuncia así al plano específico de Dios, olvidando que Jesucristo vino a enseñar la verdad, mostrar un camino, establecer la forma segura de relacionarnos con Dios, a compadecerse de las miserias humanas, vino a todo esto, sí, pero también a litigar con las potencias que se oponen al cumplimiento de la voluntad de Dios. Romano Guardini lo explica bien en El Señor, en el capitulo de la segunda parte que precisamente se llama El enemigo.
Y a esto llama el cristianismo. A transformar toda devastación en el bien último que es la Redención, un camino en el que lo material es ayuda necesaria pero no el fin, y a confrontarnos con el Mal para transformar o erradicar sus estructuras, que dañan a los seres humanos.
Publicado en La Vanguardia.