Hace algunos años, en unos ejercicios espirituales, el que es hoy obispo de Coria-Cáceres (España) nos soltó una frase durante una meditación que aún resuena en mi interior: “Si tuviera que elegir entre Eucaristía y oración, me quedaría con la oración”. Sin ningún animo de escandalizar o entrar en polémicas, quiero resaltar de esta frase la necesidad de ser activos en nuestra relación con Dios, ya no solo hablándole, sino escuchándole -lo cual sin duda resulta mucho más emocionante-. Imagine que vienen a buscarle para decirle: “Venga rápido, que el Señor le quiere decir una cosa”. Speedy González… un tullido comparado con usted… ¿no?

Dios nos habla. Sin parar. Pero no grita. No fuerza. Respeta nuestra voluntad, nuestros deseos de escucharle o no. Si optamos por escucharle vamos a tener que esforzarnos, sin duda alguna, sobre todo en algo que cada día resulta más complicado: dedicarle tiempo en exclusiva, sin móviles, sin whatsapp ni emails. Tiempo de calidad, de silencio -exterior e interior-, de paz, de no mirar el reloj ni a quien ha entrado por la puerta. Me ayuda imaginarle, vestido con una túnica blanca unas veces, crucificado otras, pero siempre vivo y mirándome como si yo fuera lo más valioso de su Creación.

¿Y qué tiene que ver esto con la actualidad de la cual suelo escribir? Mucho…. ¡gracias a Dios! La actualidad no nos da grandes alegrías sino muchas decepciones que cada vez son mas profundas y dolorosas. Y la herida que más daño hace es una terrible llamada desesperanza. Terrible porque no pasa de un día para otro, ni cicatriza con cualquier pomada y, además, produce una enorme tristeza que a su vez alimenta la desesperanza… creando entre ambas un torbellino destructivo del cual es casi imposible salir.

Y en ese silencio del que hablaba antes aparece Dios, susurrando palabras de esperanza y recordándonos que nada ocurre sin que Él lo sepa, que Él tiene la última palabra y que la batalla que libramos cada día como hobbits frente al Señor Oscuro tendrá un final feliz. Muy feliz.