Descubrí a Léon Bloy, allá en la adolescencia, en abominables traducciones argentinas. Allí me encontré con un escritor de estilo a la vez despiadado y socarrón que, según el estado de ánimo del lector, podía resultar insufrible o espléndido. Convivían en Bloy, en una aleación que a simple vista parece monstruosa, el escritor místico y el panfletario; y sus dardos se dirigían contra todo bicho viviente, en un afán suicida por coleccionar todos los odios: burgueses, políticos, académicos, ateos, masones, judíos, protestantes, católicos, obispos… contra la humanidad toda, en fin; o dicho más precisamente, contra la humanidad plácidamente instalada en la tibieza y los lugares comunes. Confieso que aquella escritura exaltada, aspaventera a veces, rezumante de bilis casi siempre, me pareció al principio la de un neurasténico; y tuve que tomarme la molestia de volverlo a leer para descubrir que Léon Bloy era en realidad uno de los escritores más vigorosos que ha dado la literatura francesa, uno de esos pocos malditos verdaderos que elevan el estandarte hecho jirones de la derrota para convertirlo en bandera de esperanza. ¡Un loco tal vez, o tal vez un santo!
Desde entonces ya nunca pude librarme de aquella atracción rendida hacia Bloy, hacia sus violencias verbales, sus ingenuidades pueriles, sus apóstrofes desmesurados, su romántica falta de mesura, su gusto por la paradoja y el exabrupto, su misticismo con olor a pólvora. Quedé subyugado por su estilo colorista y a veces un poco hinchado, por sus salvajes soflamas antiburguesas, por su catolicismo visionario y belicoso, por su pobreza doliente y un poco fanfarrona. Léon Bloy me pareció el escritor más marginal y virulento que jamás hubiese leído; y todavía sigue pareciéndomelo hoy, entre tantos malditos de pacotilla y rebeldes domesticados que nuestra época presenta como contestatarios.
Bloy fue un escritor tardío que iba para pintor pero que a los veinte años se tropezó con Barbey d’Aurevilly, que lo reconvirtió al catolicismo y azuzó su incontenible poderío verbal. Hizo sus primeras armas con artículos en los que revelaba sus dotes de polemista; pero su manía de atacar indiscriminadamente a todo quisque (incluidos sus propios correligionarios) acabó por convertirlo en un apestado que se veía en la obligación de mendigar unas pocas monedas. Sus primeros valedores dejaron pronto de protegerlo; y cuando Bloy empezó a vilipendiarlos en sus Diarios, se dedicarían también a perseguirlo. Poco a poco, a la animadversión de sus colegas se sumaría el desdén del público, hasta que su vida se convirtió en una serie casi ininterrumpida de motivos desesperantes: una miseria asfixiante que lo obligaba a rodar de cuchitril en cuchitril, sin poder siquiera alimentar a su familia; la muerte de sus dos primeros hijos con Jeanne Molbech; y, por supuesto, la cetrina conspiración de silencio que se fraguó en su derredor. Pero Bloy no se rindió nunca ante las dificultades, tal vez porque era uno de esos “pesimistas esperanzados” tan característicos del catolicismo francés; y a todas hizo frente sin claudicar de sus principios (ni tampoco de sus invectivas). Y es que Bloy, además de un mendigo ingrato, además de un peregrino de lo Absoluto, además de un agente de demoliciones, fue el que no se vende. Claro que, en honor a la verdad, no se podía vender, pues se consideraba demasiado valioso. Cuando en cierta ocasión le preguntaron sobre el estado de la literatura francesa, respondió sin rebozo: «A excepción de mis libros, que sólo pueden ser leídos por algunos alienados generosos, no hay nada más».
Léon Bloy fue un iracundo fiscal del catolicismo delicuescente y camastrón, de las tartuferías del clero y de las devociones farisaicas de sus compatriotas. Amaba a Cristo como lo haría un monje medieval… al que hubiesen expulsado del convento, con esa exasperación del derrotado que sigue amando en la derrota aquello que otros sólo fingen amar en la victoria. Hay algo en Léon Bloy de profeta a su pesar, de Jonás recién escupido del vientre de la ballena, rezongón y atrabiliario, que sin embargo se levanta después de caerse mil veces y se encamina sin temor a Nínive. Si hubiese desoído esa vocación incómoda, tal vez hoy estaría enterrado en el Panteón; pero prefirió, en un gesto extremo de oblación, ser un testigo del Calvario, a riesgo de que se le excluyera de los manuales de literatura.
Execrado por tirios y troyanos, Bloy se refugió en la fortaleza de una fe violenta y luminosa, con estallidos de una santa cólera que, sin embargo, estaba empapada de recónditas ternuras. Sólo así se explica que lograra convertir al catolicismo a algunas de las figuras más destacadas de la época, empezando por Jacques Maritain y su esposa Raissa. Y se cuenta que, cada vez que llevaba a un neófito a la pila bautismal, lo miraba desde la sombra de la iglesia con una fruición entre angelical y golosa, como si saboreara el manjar de una alegría inefable.
Peregrino de lo Absoluto y Mendigo Ingrato fueron los dos apodos que él mismo se adjudicó. Ingrato, desde luego, lo fue con alguno de sus benefactores; y cultivó una aversión obcecada a Bourget y a Zola. Aunque seguramente nadie fue tan vapuleado por su látigo verbal como Huysmans, su amigo de juventud, cuyo estilo comparó (¡qué imagen tan memorable!) con «un ramo de flores artificiales en un orinal». Odiador furibundo del sufragio universal (porque, a su juicio, había convertido a los idotas en amos del mundo, con tal de que se pusiesen de acuerdo), de la ciencia (consideraba que los médicos eran sacerdotes del diablo) y el deporte (con la única excepción del deporte de dar garrotazos en el lomo y patadas en el culo a sus contemporáneos), aborrecía el antisemitismo en boga (aunque no defendió nunca a Dreyfus, tal vez por no alinearse con su detestadísimo Zola). Claro que, puestos a hacer una clasificación de sus odios, ninguno tan oceánico como el que tributaba a los burgueses, a los que consideraba «cerdos que quieren morir de viejos», así como a los ingleses, a los que soñaba con aplastar a bombazos (como a los prusianos, por cierto).
En cambio, se volvía más benigno con los belgas, que le parecían unos simples mequetrefes, capaces de desbordar el planisferio de la tontería humana cuando se ponían espirituales. Por supuesto, consideraba que no había ninguna nación digna de lamer las migajas que caen del plato de Francia, primogénita de la Iglesia (tal vez por ello nunca cesó de execrar a la Francia revolucionaria y atea). Sospecho que, siendo tan francés, tales intemperancias sólo se explican del todo si reparamos en la caliente sangre española que heredó de su madre.
Las penalidades que padeció no hicieron sino exacerbar sus odios. Pero, a la vez (y en estos detalles paradójicos se prueba su estatura de gran escritor), Bloy estaba lleno de un amor luminoso e ingenuo. Se lo dedicó a su abnegada esposa, a sus hijas siempre enfermas, a los pocos amigos con los que partía un mendrugo de pan (y también, curiosamente, a Napoleón, en quien veía una de las más bellas obras de Dios). Reventado de hambre y sed de justicia, se desaforaba y salía de sus casillas, llegando a ser tremendamente arbitrario y exagerado en sus juicios (pero, ¿se puede ser gran escritor siendo imparcial y ecuánime?). Todos estos excesos los compensaba con su ardoroso afán de verdad, su independencia y valentía. A veces se crecía en el infortunio y lanzaba ácidos venablos contra sus ninguneadores, que con su silencio lo hacían invencible; otras veces, en cambio, el desaliento le pesaba como una lápida: «Aunque hiciera el libro más bello del mundo, La Divina Comedia, el mismo Evangelio, seguiría el silencio. Me abruma una horrible tristeza».
Hay que reparar en los retratos de su vejez para apreciar la mezcla de bravura impulsiva y de ternura doliente, pero nunca amarga, que se reunía en su mirada, bajo el hirsuto cabello blanco, o en sus labios, ocultos bajo el mostacho gaulois. Creía tan firmemente en el Verbo que el suyo se desmandaba demasiado, con un estilo que a nuestra época tal vez le parezca ampuloso. A sus detractores les habría respondido petulante: «Es indispensable que la Verdad esté en la Gloria. El esplendor del estilo no es lujo, sino necesidad». Puede, en efecto, que sus novelas se hayan quedado un poco viejas y altisonantes. En cambio, sus Diarios, que nunca fueron concebidos como una obra literaria sino más bien como un Baedeker del Calvario, siguen encogiéndonos el corazón y son uno de los grandes monumentos de la literatura francesa y universal.
A Léon Bloy sus contemporáneos lo leyeron como si fuese un panfletario atroz, un polemista incendiario. Si sólo hubiese sido eso habría sido incorporado con todos los honores al canon literario. Pero Bloy era, antes que nada, un místico. Por eso sigue coleccionando odios, cien años después de su muerte.
Publicado en Le Figaro.
Tomado en español de Zenda.