El título es el primero de la conocida trilogía de Gerald Durrell. Sentido del humor y sentido común a partes iguales, personajes estrafalarios, aire libre y muchos, muuuchos animales… A quien no la haya leído, se lo recomiendo. Ecología de la buena y sabiduría más allá del cambio climático. Amor a la vida y a la tierra. Y una familia nada convencional, en realidad ninguna lo es, una mezcla de zoológico y circo ambulante.


 
Cuando hace frío en Pamplona o el ánimo se nubla, a veces me traslado mentalmente a Corfú, donde siempre es verano y huele a mar. Sigue inspirándome, en sus miles de variantes, decenas de cuentos infantiles para mis hijos cuando me falla la imaginación por el cansancio.
 
De lo que quería hablar es del aire libre, más necesario hoy en día que el comer, y de nuestra perra, un labrador que llegó a casa casi por casualidad, flaca y oliendo a rayos, mucho más pequeña de lo que decían sus papeles… Nunca he sido perruna y hace dos años me habría aburrido mortalmente leer una apología del perro, así que procuraré moderarme.
 
La llegada de la perra no fue una decisión reflexionada sino totalmente precipitada. Llegó de un día para otro por motivos que no vienen al caso. Ahora me alegro de no habernos dejado achantar por el cacareado “el perro es para ti”, “los niños se cansarán y lo acabarás sacando tú”... y, así es, a veces lo acabo sacando yo, pero habitualmente lo hago con gusto, es algo que te ancla al terreno, te da serenidad (y es que ella tiene todas las siestas que yo no tengo), te obliga a pasar más tiempo al aire libre, te aporta compañía en el ejercicio (antes salía a correr sola y ahora salgo con ella y, como salgo de noche, agradezco doblemente su compañía; se cruza y pega tirones pero vamos acoplándonos), te lleva a conocer un vecindario perruno hasta entonces desconocido y a explorar nuevos rincones de tu ciudad. Y sobre todo, regala a tus hijos, y a los de tus sufridos vecinos, muchos juegos y ratos deliciosos. El peaje es alto pero el beneficio también.
 
“¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin que vuestro Padre lo permita” (Mt 10, 29). Lo pienso mientras la observo dormir a mis pies. Me sorprende la ternura y el cuidado de Dios por cada una de sus criaturas. Y sus interminables siestas me recuerdan que se puede dar gloria a Dios sin hacer nada: sólo respirando y descansando en Él. Un perro no cubre ninguna necesidad afectiva o espacio que corresponda al amor entre humanos, pero da alegría y su presencia aporta serenidad y genera nuevas interacciones en la familia y con la gente.
 
Mi marido y yo nos reímos comentando que paseando a un bebé casi ningún desconocido se atreve a acercarse a hacerle carantoñas, pero paseando a un cachorro tienes la ciudad a tus pies… Los adolescentes más siniestros se derriten y te dejan ver la ternura que guardan tras su camiseta de Iron Miden y la vecina que nunca te había saludado se acerca con su minúsculo perrito a saludar. El perro recibe a todos moviendo la cola y repartiendo alegría, acortando distancias entre personas.
 
Los domingos tenemos la costumbre de salir al monte, según mi hijo mayor, a pastar. Conforme los niños van creciendo se quejan más y les apetece menos el momento de arrancar. Con el perro es diferente. La distracción está asegurada. Se baña en todos los charcos y juega a la caza de todos los palos. O simplemente es un compañero silencioso que se tumba y dormita a su lado cuando son ellos los que están aperreados.
 
No me voy a poner pedante aburriéndoos con los beneficios de tener una mascota. Hay cientos de páginas en la web que hablan de ellos: la presencia de un perro o un gato (o cualquier mascota que interactúe) reduce la ansiedad y el estrés, genera hábitos de responsabilidad en los niños, obliga a pasar más tiempo al aire libre, acompaña, genera endorfinas sólo por acariciarlo, reduce el cortisol, tiene la capacidad de calmar niños nerviosos y de enseñarles a regular la impulsividad y mejorar su autocontrol, etc…
 
Pero hay un beneficio del que sí quiero hablar: un perro ancla a los niños (y a los adultos empantallados) en la realidad. Frente al pigmento líquido de las dichosas pantallas, un animal es pura realidad.
 
Un perro conecta a nuestros hijos con la vida, con las cacas que hay recoger y la comida que hay que darle, con el pelo que hay que cepillar y las uñas que hay que cortar. Los animales les anclan a esa tierra que pisan juntos mientras observan la desbordante alegría y fuerza con la que pueden jugar dos cachorros sin hacerse daño, midiéndose y marcándose. Y si la parte más importante de la educación es transmitir a nuestros hijos amor a la vida, los perros ayudan.
 
En algunas perreras y protectoras de animales te dejan pasearlos de forma gratuita e incluso algunas permiten “apadrinar” un perro abandonado asumiendo la familia solamente la obligación de pasearlo el día fijado. O todavía mejor y más sencillo, pedir a cualquier amigo que tenga un perro que os deje pasearlo. Conociendo cuatro reglas básicas para no malcriarlo, tus hijos lo van a gozar.
 
En una entrevista a Paloma Gómez Borrero sobre Juan Pablo II, a la pregunta sobre el libro favorito del Papa, respondió: “Le encantaba Mi familia y otros animales, de Durrell, porque él era un gran ecologista”. Me emocionó compartir con él el gusto por esta trilogía que aprovecho para recomendaros. Igual que me encanta ver a Benedicto XVI acariciando a sus gatos o releer Laudato Si. “Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba" (San Francisco de Asís).
 
Y en lenguaje más actual: “La creación entera grita el nombre de Dios. Gloria” (U2).  
 
Contemplemos de vez en cuando este enorme e imposible universo que nos mira a la cara. Para otro día, el cielo, las estrellas y las nubes. Aprender cuatro nociones básicas de astronomía o sobre fenómenos atmosféricos y contemplar. No hace falta telescopio, basta con unos prismáticos medio buenos en un lugar sin contaminación lumínica.
 
“Quien ignora al Creador, quien desprecia lo invisible, ni siquiera sabe ver lo que ve: se pone a buscar en otro sitio, deja de creer que lo que se le concede ver, incluso a ras de tierra, se le concede generosamente para poder elevarse. Y resulta que, en la era de los mayores prodigios, hay que ser místico para reconocer lo que salta a la vista” (Fabrice Hadjadj, La suerte de haber nacido en nuestro tiempo).