A pesar de la formulación que ustedes oirán antes y después del 31 de octubre en relación al quinto centenario de las 95 tesis de Lutero, no hubo una única «Reforma», de la que la «Contrarreforma» católica fuese una respuesta similarmente unívoca. Más bien, como demuestra el historiador de Yale Carlos Eire en su obra, sumamente legible y magistral, Reformations: The Early Modern World, 14501650, en los primeros siglos de la modernidad hubo múltiples reformas, a veces opuestas entre sí.
Hubo la reforma de la vida intelectual europea capitaneada por los humanistas empapados de los clásicos griegos y romanos: hombres como el holandés Erasmo (cuya erudición influyó sobre quienes se conocerían como «protestantes», pero que nunca rompió con Roma) y Tomás Moro (que instó a Erasmo a profundizar su conocimiento del griego, de los Padres de la Iglesia y del Nuevo Testamento en su lengua original). Hubo, por lo menos, cuatro importantes reformas «protestantes: luterana, zwingliana, radical y calvinista, y muchas subdivisiones dentro de estas mismas categorías. Hubo increíbles reformadores católicos antes de Lutero como el arzobispo de Toledo, el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros. Hubo reformadores católicos que dejaron un legado mixto: el educador francés Guillaume Budé, por ejemplo, influyó tanto en el reformador protestante Juan Calvino como en el reformador católico Ignacio de Loyola. Hubo la fracasada reforma católica encargada por el V Concilio Laterano y que nunca fue puesta en marcha por el Papa León X (el primer y último pontífice que tuvo un elefante albino como mascota). Y hubo reformadores católicos, de distintos ámbitos pastorales y teológicos, que conformaron la enseñanza del Concilio de Trento y que, después, pusieron en marcha con firmeza sus reformas.
En resumen, hubo muchas Reformas. Su interacción, que a veces fue violenta, influyó mucho, transformándolo, en lo que fue después el mundo moderno, para bien y para mal.
La parte negativa es la que trata Brad Gregory, de la Universidad Notre Dame, en su obra The Unintended Reformation: How a Religious Revolution Secularized Society, un libro que un crítico ha descrito, adecuadamente, como «brillante, extraordinariamente culto, excéntrico, dogmático, equivocado en varias cosas y totalmente maravilloso». Según Gregory, entre las cosas que «la Reforma» -en este caso, las distintas reformas protestantes- legó al mundo moderno se incluyen el superindividualismo, la desconfianza hacia todo tipo de autoridad, el subjetivismo moral y el relativismo, el escepticismo acerca de la verdad de todo, la eliminación del pensamiento religioso de la vida académica en Occidente y la reducción del verdadero conocimiento a lo que podemos conocer por la ciencia. Qué duda cabe de que es una crítica muy clara. Pero en medio de la densa prosa y la compleja presentación, los lectores serios podrán captar cómo las malas ideas -como la noción errónea de Dios como un ser caprichoso, uno más, aunque infinito, entre otros seres- pueden desarrollarse en la historia con resultados devastadores.
El quinto centenario de uno de los actos emblemáticos de este tsunami cultural de reformas debería llevarnos a profundizar el diálogo ecuménico acerca de lo que provocaron estos primeros reformadores de la edad moderna, y no sólo para el mundo, sino sobre todo para la Iglesia. Este diálogo profundo ayudaría a centrar qué es una auténtica «reforma» en la Iglesia. En la edición de otoño de Plough, la publicación trimestral de la Bruderhof Community, propongo que todas las reformas auténticas en la Iglesia deben comenzar recuperando parte de la «forma» o constitución (en el sentido inglés) fundamental de la Iglesia, que le fue entregada por Cristo. Por consiguiente, una verdadera reforma eclesial es siempre una re-forma. No es algo que nosotros creamos con nuestra inteligencia. No significa rendirnos al espíritu de los tiempos. No implica sustituir la revelación de Dios con nuestro propio juicio. La verdadera reforma cristiana implica siempre traer al presente algo que la Iglesia ha apartado o extraviado y hacer de esa cosa dada por Cristo un instrumento de renovación.
¿Cómo deberíamos medir, en este quinto centenario de las 95 tesis, la autenticidad de la renovación? Para esto el criterio evangélico parece ser decisivo.
Si la reforma y la renovación en cuestión restablecen en la Iglesia algo de la «forma» dada por Cristo, entonces los resultados serán evidentes desde un punto de vista evangélico: habrá un aumento en el número de almas que conocen a Nuestro Señor Jesucristo, que siguen su Camino y que comparten con otros el don que les ha sido dado, sanando así una cultura que está rota y cercana a la muerte.
Por el mismo criterio, las iglesias vacías, una débil evangelización y el sometimiento a las costumbres culturales dominantes indican una falsa reforma y el fracaso de la renovación, que pueden disfrazarse con los colores distintivos del romanticismo nostálgico o del progresismo.
Publicado en First Things.
Traducción de Helena Faccia Serrano.