Vivimos en estos días convulsos una inevitable conseja que incluso a los obispos se nos dirige: desde el “hablen claro y alto”, hasta el “por qué no se callan”. Y queda ese término medio que acaba siendo tibio al pretender decir bajito y confuso lo que termina siendo un mensaje que no llega. No fue así Jesús. Pagó con su vida tamaña libertad buscando la gloria de Dios y el bien de los hombres.
Ha pasado a nuestro refranero y constituye una máxima de sabiduría humana: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”. Las cuerdas contra las que quieren empujar a Jesús serán las que en definitiva le llevarán a la muerte, humanamente hablando. Los fariseos le acusarán de blasfemo ante el Pueblo escogido ("razón" religiosa) y de insurrecto o revolucionario ante el emperador romano y su representante en Jerusalén ("razón" política). Querían los fariseos meter a Jesús en una batalla que Él no tuvo ni en la que estuvo: Dios y el César. Enfrentar al Maestro para hacerle decantar del lado de la blasfemia (poniéndose a favor del César y contra Dios) o del lado de la revolución (colocándose al lado de Dios pero contra el César). Así de envenenado era el trasfondo de quienes no amaban la verdad ni querían sinceramente resolver sus dudas, sino tender una emboscada a Jesús Maestro para cercenar su magisterio y testimonio.
Jesús no dio una salida diplomática que rehúye el compromiso con la verdad cuando ésta exige una toma de postura valiente y clara. El Señor no va a desprestigiar ni a ensalzar al gobierno político de turno, pues se movía en otro plano y por otros planes: los del Padre, los de su Reino de Dios. Es inútil ver en el Evangelio una presunta proclamación de Jesús sobre la independencia entre el poder político y el espiritual. Lo que Él no dejará de proclamar es precisamente su misión, el porqué ha venido a nuestra historia, todo lo cual no era otra cosa que su predicación del Reino, sin caer en la tentación espiritualista ni en la politiquera.
No es indiferente uno que otro César, porque no todos han favorecido igualmente el debido respeto a Dios y al hombre. El verdadero gobernante no es el que se compromete con el hombre en contra de Dios, ni el religioso que se presenta como aliado de Dios marginando a los hombres. La fidelidad a Dios y al hombre, siendo diferentes son inseparables. Y quien los enfrenta hasta la beligerante rivalidad está utilizando a Dios o al hombre, o tal vez a los dos, siempre en beneficio propio de sus intereses.
El cristiano de hoy, sin nostalgias pretéritas, aspira a crear esa ciudad sobre el monte de la que habla la Escritura, esa civilización del amor de la que han hablado los últimos Papas con una auténtica visión profética sobre el momento que vivimos y los retos culturales que tenemos planteados. Sin dualismos y maniqueísmos, ojalá que cada generación cristiana hagamos una ciudad propia de nuestro tiempo, pero en la que Dios tenga sitio y el hombre dignidad, ya que donde no cabe Dios malamente le va bien al hombre, y donde no cabe el hombre es que han expulsado a Dios. O como decía el teólogo Henri de Lubac, cuando hacemos un mundo sin Dios siempre lo hacemos contra el hombre. Esto lo demuestra la historia reciente de nuestra sufrida humanidad a través de todos los desmanes inhumanos contemporáneos cuando hay políticas que se construyen en la mentira, la insidia, la violencia, la injusticia y la división. Un César que edifica desde la paz, la concordia, la justicia, la verdad y el bien común, aunque tenga moneda distinta no será jamás rival de Dios.