Hace muchos años, un Martes Santo, un nazareno salía de la catedral de Sevilla tras hacer estación con su hermandad. Como sabemos los asiduos al capirote, el nazareno no sólo goza de anonimato, también de invisibilidad: la gente se comporta como si no pasara nadie a su lado, y así, a menudo contra su voluntad, el penitente puede ver y oír casi de todo.
Aquella tarde, el nazareno se topó a la salida de la Puerta de los Palos con uno de tantos grupos de jóvenes que aprovechan el paso de las cofradías para lo que es natural: para disfrutar de ellas, para estar con los amigos y, si es posible, como se decía en mis tiempos y no sé si aún, para ligar.
Tener un largo parón a la vera de una de estas pandillas no es lo mejor para una estación de penitencia según los cánones, pero en este caso el grupo, tan bullicioso como cualquier otro, presentaba una particularidad: todo en él giraba en torno a un chico en silla de ruedas con parálisis cerebral. Aquel joven, tan poco atrayente en apariencia, era objeto de continuas muestras de atención y cariño de los demás, recibía las mejores sonrisas, las palabras más amables en el tono más afectuoso y la ayuda continua de sus amigos, a todo lo cual correspondía vivamente. Sin duda alguna, en aquel momento ese muchacho era feliz, más aún, era una potente dinamo de felicidad y de amor para sus compañeros y hasta para el penitente que, invisible en su ruan, asistía a todo y daba gracias a Dios por ello y por la lección inmensa que estaba recibiendo.
Desde aquel Martes Santo he podido comprobarlo a menudo: la misión secreta, la razón de vivir de estas personas no es tanto regalarnos su amor, que también lo hacen, cuanto hacerlo florecer en nosotros continuamente y allí donde están.
Naturalmente, esto viene a colación del maravilloso discurso de Jesus Vidal en los Goya, redimiendo un espectáculo hasta ese momento tan vacuo y olvidable como de costumbre. La humanidad no nació con el uso consciente de herramientas, sino el día en que unos hombres decidieron no abandonar al compañero de caza lisiado para siempre, o cuando por vez primera el clan atemperó su marcha para adecuarla al paso del más viejo. Somos humanos porque ellos nos ayudan a serlo, y el día en que, tal vez por falsa bondad, sean al fin exterminados como ayer aplaudidos, simplemente habremos dejado de serlo.
Publicado en Diario de Sevilla.