Como van a percibir, en el decurso de estas líneas, hablo de afectividad y amor sin hacer distinción. Es cierto que no son igual, así lo hacen notar quienes tratan del tema. Yo hablo de la afectividad, como de afecto florecido en amor. Dejadas a un lado distinciones y discusiones, para la comprensión de este escrito, este modo de proceder lo considero procedente.
Uno de los mayores bienes que Dios ha concedido al hombre es la familia; si bien, a nuestro entender, no todo lo que hoy se presenta como familia cumple con las mínimas exigencias para poderse llamar así. En todo caso, la familia sigue siendo la institución más valorada. Desde esa percepción, quienes tratan de uno de los males que hoy la aquejan, como es la baja tasa de natalidad, hacen notar la incidencia negativa en relación a la economía, menos el aspecto asistencial, y poco el educativo. Muy poco, aunque no sea menos importante, comentan el aspecto concreto del papel de transmisora de valores y, escasamente, hablan del valor de de la afectividad.
Sin embargo, quienes consideran la familia desde el punto de vista de los bienes que se derivan de ella, no pueden menos de resaltar el bien inmenso de la afectividad.
En este sentido, me ha resultado gratificante el siguiente párrafo de la conferencia que cito: “Pero más que la economía, el invierno-suicidio demográfico plantea otras amenazas muy graves: En el plano político, la democracia podría verse desnaturalizada y convertida en gerontocracia. En el plano personal, la vida afectiva mermada, por ser las familias muy cortas, sin apenas hijos, hermanos, primos, tíos, sobrinos” (Alejandro Macarrón Larumbe, director de la Fundación Renacimiento Demográfico, en Conferencias sobre la crisis).
Puede ocurrir que ciertas personas, por una circunstancia u otra: porque no tuvieron nunca la posibilidad de gozar de esa riqueza, porque llevan largo tiempo sin vivirla, por cualquier otra situación de las múltiples en las que se desarrolla la vida del hombre; puede ser, digo, que no perciban esa necesidad. Pero el hombre, además de hambre de pan, tiene hambre de muchas otras cosas. Entre ellas, y no como cosa menor, tiene hambre de afectividad. Afectividad que viene a satisfacer de modo especial y único la familia.
Esta necesidad, como digo, puede que no se perciba, que quede más o menos silenciada, pero está ahí en el corazón humano. De ahí que, aun en aquellos que viven esa situación, cuando conozcan y adviertan de cerca la fraternidad en que vive una familia de varios hermanos, cuando oigan hablar con veneración de los abuelos, del tono afectivo de los tíos y primos, de la familia numerosa en auténtica relación familiar; es fácil que se despierte en ellos el hambre que estaba oculta. Si no gozan de esa realidad, seguro que han de sentir en su corazón un hueco: el hambre de afecto familiar.
Cierto que hay otros afectos positivos y muy positivos, además del de la familia. Pero cada uno satisface el anhelo específico de nuestro ser, y el anhelo de afecto familiar solo con la familia se puede llenar. Desgraciadamente, la sociedad materialista en que vivimos anda enredada en sucedáneos, pero los sucedáneos, por la misma razón de serlo, nunca sustituyen adecuadamente.
En un libro que publiqué el 1996 escribía: “Se le priva (al hijo único) de una ayuda afectiva y material… Las familias numerosas, respecto de las otras, tienen un plus de riqueza inmensamente positivo, nunca comparable con una posible cantidad mayor de bienes materiales sobre las familias restringidas”. Lo escribía desde la experiencia positiva de una familia que, entre padres y hermanos, abuelos, tíos y primos, sin contar los afines, se extendía hasta cerca de cincuenta personas
Hoy, esta situación apenas se puede dar. “El invierno-suicidio demográfico” que padece especialmente en España, verificable y puesto en cifras, ha dado lugar a una familia reducida a padres y un hijo o dos a lo más. La familia extensa ha desaparecido, y ha dado paso a la llamada familia nuclear. Con la vista puesta en esta situación, no son pocas las voces que se levantan para advertir de las consecuencias negativas que afectan o han de afectar al orden económico, social y político. Sin embargo, entre esas voces, entre esas reflexiones, se observa con frecuencia una omisión inadmisible: la toma de conciencia de la merma de afectividad.
No se trata, sin embargo de cosa sin importancia, pues, sin amor, estamos en un mundo afectivo helado y, con amor escaso, en un mundo frío. Sin amor falta la relación humana más íntima, más enriquecedora, más gratificante. Y, con amor escaso, la relación termina en pura cortesía o conveniencia. No debería haber razón para advertirlo, pero, en estos momentos, pienso que es conveniente recordar que el amor humano solo tiene cabida entre personas. Solo entre personas queda satisfecho quien lo da y quien lo recibe. Las expresiones de amor a la flor, a la naturaleza, y aun el referido a ciertos animales, son sentimientos buenos y tienen su sentido; pero solo son formas analógicas de hablar. La interrelación afectiva-amorosa es consciente, solo posible entre seres racionales.
Cierto que, como he dicho anteriormente, hay otras afectividades y cada una tiene su pan para calmar esa necesidad. Ahora bien, aunque nadie es capaz de medir el grado de necesidad y satisfacción que comporta la afectividad en sus diversas manifestaciones, sí podemos afirmar que la afectividad de la familia debe contar con una gradación muy alta. En la demás manifestaciones las personas son sustituibles, se pueden cambiar, pero cuando la referencia es la familia, no. Una madre no se cambia por otra señora, ni unos abuelos por otros ancianos o menos ancianos. La afectividad de la familia nace de la sangre. Es el amor más “natural”. Por lo mismo, su carencia, es una carencia muy especial y concreta.
Pero, si disminuye el número de las personas que componen una familia, disminuimos el campo de la afectividad. Algo que, en este caso, no se compensa con su densidad ni con la calidad, si no todo lo contrario. Porque el amor entre muchos familiares no es un amor “repartido”, sino multiplicado por la singularidad de cada uno. Si, por otra parte, creamos distancia física entre las personas, como actualmente ocurre, hacemos más difícil la afectividad.
Estamos, pues, en un mundo con familias de reducido número de personas y localmente separadas, circunstancia que dificulta la relación. Hay menos familiares a quienes se puede amar y de quienes se puede recibir amor, además de más distantes. Estamos ante una afectividad mermada. El invierno de la natalidad se ha convertido en el invierno de la afectividad de la familia. ¿Lo podemos paliar con mascotas? Me parece que no.
Necesitamos, pues, poner remedio, sin dilación alguna, a esta situación. Los gobernantes, sin embargo, dan la impresión de volver la cabeza hacia otro lado; quizás optan por la inmigración como solución. Sin entrar en este problema, complicado y muy sensible, creo que no se puede dejar la solución del invierno demográfico a la inmigración.
En la solución del problema deben estar implicados el estado, la sociedad en general y los individuos.
El estado está obligado a crear un marco legal adecuado para facilitar la posibilidad y garantía del matrimonio, de la natalidad y del conveniente desarrollo de la familia. Y, en ese marco, no puede faltar la educación en auténticos valores. Con el apoyo económico, los horarios de trabajo adecuados, guarderías posibles y demás medidas, se habrá dado un gran paso, pero insuficiente. Se necesita, además y sobre todo, poner en valor el matrimonio, la familia, y algo que debiera ser natural: la procreación. Pero el camino que se nos marca desde los medios de comunicación, la formación que reciben los niños y la juventud, y las mismas ideologías que mueven la acción política de la mayoría de los partidos, parecen orientar en dirección opuesta.
El estado no puede faltar a la hora de la solución. Pero, además del estado, deben asumir su responsabilidad la sociedad y cada uno de los individuos. Todos estamos obligados a una reflexión y a una actuación consecuente. La acción del estado es de suma importancia, pero mientras la sociedad no haga suyos los auténticos valores propios del matrimonio y la familia, y cada individuo los asuma, no habrá solución. Todos tenemos que convertirnos. Todos tenemos que cambiar la mentalidad reinante y actuar en favor de los valores que han resultado positivos durante siglos; por más que hoy se denigren y se cambien por otros considerados como conquistas del progresismo. Los caminos de una sociedad egoísta, herida de materialismo, no puede conducirnos sino a la soledad sin el calor del amor.