En un capítulo de la mítica serie televisiva Alfred Hitchcock presenta (“Hay que tener suerte [You got to have luck]”, dirigido en 1956 por Robert Stevens), un peligroso asesino condenado a varias cadenas perpetuas (John Cassavetes) se fuga de prisión y recala en una casa de campo. Allí encuentra sola a una joven esposa (Marisa Pavan), a quien intimida con esta reflexión: “Me gustaría dejar las cosas muy claras. ¿Sabes lo que podrían hacerme si llegara a matarte? Nada. Nada de nada. Nada en absoluto. No te fríen por asesinato en este estado, y mi condena es de por vida. Por esa razón, cualquier cosa que te haga me saldrá completamente gratis”.
 
“No te fríen por asesinato en este estado”... ¡Toda una victoria para su ‘dignidad inviolable’ y toda una derrota para la justicia, ciega ante ese “cualquier cosa” con el que se le ocurra hacer sufrir a su víctima, seguro de su impunidad!
 
Cuando se emitió dicho episodio, en todos los países occidentales (aún cristianos, todavía civilizados) estaba vigente la pena de muerte y estaba prohibido el aborto. Competentes y honestos fiscales y jueces católicos pedían o aplicaban la pena capital a quienes, según derecho, la merecían, y al mismo tiempo perseguían y sancionaban, según derecho, los delitos de aborto en amparo de la vida humana no nacida. No se veía en ello contradicción alguna.
 
En décadas posteriores han coincidido dos procesos que invirtieron esa realidad: la restricción legal de la pena de muerte y la expansión legal del aborto. La coincidencia no es solo temporal, también ideológica. Son dos manifestaciones de una misma característica esencial de la cultura contemporánea: la relativización del mal.
 
De ambos procesos salió un beneficiado, quien comete el crimen. Y un perjudicado, su víctima, que queda sin la reparación debida: ni el embrión o feto camino del desagüe o el vertedero, ni la joven esposa de la serie de Hitchcock, a quien puede hacérsele “cualquier cosa” sin pagar por ello.
 
Hay una cierta relación psicológica entre ambos procesos. Cuando las penas (no solo la capital) empiezan a verse como un mal comparable a los crímenes y a horrorizar más que a satisfacer, los que empiezan a dejar de horrorizar son los crímenes mismos. Y en ese clima sesentayochista de exculpación y enmascaramiento de la responsabilidad individual, que buscaba comprender, más que castigar, al delincuente y al delito, o transferir su culpa a otros, el aborto (un hecho socialmente opaco, sin víctima censada, conveniente para los interesados, fácil salida para los ‘imprevistos’ de la revolución sexual en marcha y, en numerosas ocasiones, respuesta equivocada a un drama real) era, de forma natural, el primer candidato a la despenalización.
 
De hecho, ha terminado por no ser considerado merecedor de sanción ni siquiera por una mayoría de sus adversarios morales. Una reciente encuesta de Gallup señala que el 46% de los estadounidenses se declaran provida, pero solo un 18% de los estadounidenses (un 39% de los provida) consideran que el aborto debería ser ilegal en cualquier circunstancia.
 
Por eso, aunque en ocasiones puntuales pueda ser eficaz como argumento ad hominem comparar la pena de muerte con el aborto (para reprochar a los proabortistas su doble moral de rechazar la muerte para los culpables y permitirla para los inocentes), lo cierto es que el aborto está lejos de ser una “pena de muerte” aplicada al embrión o feto. Hay diferencias esenciales. No solo –eso va de suyo– la diferencia entre el culpable y el inocente, sino algo más profundo: la pena de muerte es una expresión del orden social; el aborto legal, su ruina.
 
Juan Pablo II condensó bien esto último, en frase célebre: "Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad" (Madrid, 2 de noviembre de 1982).
 
¿Por qué? Porque el reo muere por el uso que ha hecho de su existencia, pero el feto muere sólo porque existe. La pena de muerte no es un acto de repudio contra la persona, sino contra sus actos. En el aborto es justo al contrario: no hay actos que repudiar, solo la persona.
 
Repudiar en sí mismo a un miembro de la sociedad por su mera existencia rompe el orden social. Repudiarlo por sus actos contrarios al orden social encarna ese mismo orden.
 
Pero hay más. La pena capital, como todas las demás penas, tienen el carácter de decisión pública dictada mediante sentencia de la autoridad determinada por la ley y tras un juicio contradictorio. Con el aborto es justo al revés: transformado en un derecho (en sentido estricto o bien despenalizando supuestos), se convierte en un acto privado y, reunidos ciertos requisitos (eventualmente, la simple voluntad), un particular puede dar muerte a otro, aprovechándose de su posición prevalente, ante la indiferencia de los poderes públicos. ¿Qué noción de orden social puede sobrevivir a esa aberración?
 
A diferencia del aborto, la pena de muerte parte de la consideración de la vida humana como algo de extraordinario valor, pues suele reservarse para delitos que atentan directa o indirectamente contra ella (o contra bienes incluso superiores a ella). Desde el punto de vista legal, el valor social de los bienes se mide por la respuesta penal al daño que se les causa. Quitar la pena máxima como castigo por el máximo daño al máximo bien no implica mayor consideración hacia ese bien, sino menor. Cuando, en un extremo del hilo penal, consideramos que privar de su vida a un cruel asesino múltiple viola su dignidad, nos preparamos mentalmente para, en el otro extremo del hilo, dejar sin castigo la eliminación de un ser humano de pocos días o semanas a quien nadie ha visto el rostro ni a nadie importa salvo a quien lo elimina y que, pobrecillo, llega a este mundo sin haberlo pedido pero ya creándole un problema a alguien, a veces tan angustioso que condiciona realmente la responsabilidad individual.
 
Hay una última diferencia, es cierto, entre la pena de muerte y el aborto: la sanción del aborto es inherente al orden social, la pena de muerte no lo es. Pero lo es “casi”. De hecho, ha existido siempre que se mantuvo en pie una cierta noción filosófica de orden natural y está desapareciendo a la vez que dicha noción.
 
Eso sí, pensar que hoy tenemos una visión “más cristiana” sobre cualquier cosa que los cristianos de los dos mil años precedentes resulta, como mínimo, discutible.