Blade Runner 2049, en los cines en estos días, es la secuela de la (justamente) celebrada película de Ridley Scott de 1982. Impresionante por la fotografía, sostenida sobre una extraordinaria banda sonora, es un film que desorienta al espectador durante buena parte de su metraje. El espectador es conducido al futuro distópico del año 2049. La tierra es estéril y la humanidad se divide en dos: por una parte, los humanos “auténticos”, que dominan el mundo y pueden reproducirse; por otra, los “replicantes”, criaturas superiores desde todo punto de vista, salvo por la imposibilidad de tener hijos, y que viven como esclavos de los primeros. Los replicantes no nacen, sino que son producidos en el laboratorio por los “auténticos”. Tienen una vida artificial de relaciones, sus recuerdos son “implantados”, no experimentan verdaderas emociones, no gozan del libre albedrío. Prácticamente, son golem.
 
Se trata, obviamente, de una película de ciencia ficción, pero, como la primera, contiene mucho más. En la primera parte, se trata de un thriller no muy logrado; el protagonista es el único que no consigue unir todas las piezas del mosaico. En la segunda parte, el tema es la arquetípica “búsqueda del padre”, de éxito seguro. Por último, la película se abre a significados inesperados: se convierte en un film “mesiánico”.
 
Una mutante, obviamente estéril, da a luz un niño; se trata de un “milagro” que cruza la barrera ontológica entre humanos y replicantes. Ahora pueden reproducirse y prescindir de los humanos. Por tanto, el niño tiene la misión de liberar al pueblo elegido (los replicantes son superiores a los humanos casi bajo cualquier aspecto) de la esclavitud a la que los humanos les han condenado injustamente.
 
Al espectador atento no se le escapa que el nombre de la mutante estéril que da a luz milagrosamente es Rachel, Raquel. La historia de Raquel, esposa de Jacob, se cuenta en Génesis 29-31. Raquel era bella y atractiva, pero estéril; sin embargo, Dios permitió que también ella tuviese hijos de Jacob: José y Benjamín. Recordemos que Jacob es el hombre que luchó contra el ángel (como el padre del niño, que luchó contra los replicantes, a menudo llamados “ángeles”). Y que Jacob es el hombre de quien descendieron las doce tribus de Israel.
 
Una historia, pues, de tonos hebreos. Debido probablemente al hecho de que el guionista del primer Blade Runner fue  asistido por el escritor judío Michael Green.
 
Y que, probablemente, está relacionado con el auténtico núcleo de la película: ¿qué distingue a los golem de los humanos? ¿Qué podría hacer “auténticos” a los replicantes? ¿Cuál es el fuego que deben robar a los humanos para ser como ellos? ¿Qué les falta para erigirse en dioses? Ellos son superiores a los hombres bajo cualquier aspecto, salvo uno: no tienen recuerdos (que les deben ser “implantados”). Pero los recuerdos –nos explica la película– no son otra cosa que emociones. Lo que hace tales a los humanos son, pues, las emociones.
 
Pero nosotros sabemos que no es así. Lo que hace humanos a los humanos es la razón. La razón es la facultad humana más elevada, que hace a los hombres semejantes a Dios, el Logos (esto es, la Razón). Desde hace quinientos años está llevándose a cabo una lucha para desbancar a la razón –de la sociedad y del interior del hombre– y sustituirla por las pasiones, por las emociones.
 
“¡Ve donde te lleve el corazón!”, “¡Apaga tu sed!”, “¡Sé aquello que sientes!” son los lemas de la época actual. Ya no se nos invita a seguir el bien y rechazar el mal, cuyo discernimiento es tarea de la razón; ya no se nos invita a seguir las virtudes que la razón señala al hombre. Sigue tus pasiones, escucha tus emociones. Así serás plenamente humano.
 
Éste es el mensaje de fondo de la nueva Blade Runner.
 
No. Lo sabemos: quien rechaza al Logos no se hace más plenamente humano. Se hace esclavo de las pasiones; se convierte en un golem; se convierte en un mutante, estéril y al servicio del poder.

Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.