El discurso navideño del Papa Francisco a la Curia Romana es una pieza llena de apasionada sinceridad que deberíamos leer con atención en este tiempo en que tantos se entregan a elucubraciones suicidas de ruptura eclesial, por la izquierda y por la derecha. Francisco retoma una afirmación central de la teología de San John Henry Newman en su libro El desarrollo de la doctrina cristiana, sobre la necesidad de que la Iglesia cambie para permanecer fiel a su identidad y vocación. No se trata de cambiar por cambiar, ha dicho Francisco, ni de estar a la moda, sino de una conversión siempre inacabada para vivir y comunicar el acontecimiento de Cristo en cada época: «La historia de la Iglesia está marcada siempre por partidas, desplazamientos, cambios… paradójicamente, se necesita partir para poder permanecer, cambiar para poder ser fiel».
Este discurso es un canto a la «renovación en la continuidad», característica esencial del camino de la Iglesia, un rasgo que siempre predicó con intensidad Benedicto XVI como clave para leer la historia y para afrontar el futuro. Como explica con franqueza Francisco, la percepción de los enormes desafíos que este cambio de época plantea a la misión de la Iglesia no se ha producido de la noche a la mañana. Hay que recordar la sugestiva visión de San Juan Pablo II que acuñó el término «nueva evangelización» (recuperado expresivamente en este discurso) y la profunda convicción de Benedicto XVI de que ya no es posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella. Guiado por esta preocupación instituyó en 2010 el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, orientado a promover una renovada evangelización en países con Iglesias de antigua fundación que están viviendo una progresiva secularización y una especie de «eclipse del sentido de Dios». Como tantas veces dijo el Papa Ratzinger, tenemos que aprender nuevas formas de hacer presente y comprensible la verdad del Evangelio de Cristo, en diálogo con las preocupaciones de nuestros contemporáneos.
Así pues, el impulso reformador que ahora encarna Francisco tiene un largo y fecundo surco en la historia reciente de la Iglesia. Y resulta tan patético acusar a Francisco de ruptura por desarrollar la obra de sus predecesores, como ver en él una especie de revolucionario que está inventando una nueva Iglesia. Este discurso resuena precisamente cuando la plataforma Netflix presenta en su película Los dos Papas una exhibición burda y venenosa de la cansina tesis de la contraposición entre Benedicto y Francisco. Personalmente me resulta especialmente injusta y repugnante una reconstrucción de la figura de Joseph Ratzinger tan llena de falsedades, que no ha tenido en cuenta ni uno sólo rasgo de su experiencia humana, de su obra teológica ni de su ministerio pastoral. Una reconstrucción al servicio de la dialéctica más dañina en la vida de la Iglesia, la que busca su división y su ruptura.
Será verdad algo que Joseph Ratzinger observaba ya con nitidez siendo aún muy joven: que a los apóstoles les esté reservado, de una u otra forma, el puesto de la irrisión y del desprecio. Francisco también lo está experimentando ya. Recordemos una vez más a Newman, que de esto tuvo doble ración, para subrayar que el cristiano puede vivir firme en medio del barullo y la confusión, cierto de que en medio de todos los vaivenes se encuentra la estabilidad de Dios, que ha prometido no abandonar jamás a su Iglesia.
Publicado en Alfa y Omega.