En 1884, en el tramo final de la Revolución Gloriosa que puso en fuga a la oronda doña Isabel II, el sacerdote sabadellense mosén Félix Sardá y Salvany publicó un folleto bajo el título El liberalismo es pecado. El folleto alcanzó un gran éxito, hasta el punto de ser reeditado varias veces en los años siguientes, y traducido a numerosas lenguas extranjeras. Terminó convirtiéndose en la “biblia” del integrismo político.
Posteriormente era de buen tono ridiculizar el librito y mofarse de su autor, sin embargo mosén Sardá no estaba del todo desencaminado teniendo en cuenta la época en que lo publicó. El liberalismo, en sí mismo, desprovisto de adherencias y apropiaciones indebidas, es una filosofía político-económica beneficiosa para los individuos y las sociedades que la tienen como guía, en tanto que defiende la libertad responsable de las personas, la economía libre, la iniciativa económica personal y fundamenta el sistema político democrático al modo occidental. Tuvo como precursores al jesuita talaverano Juan de Mariana (15361624), y seguidamente a los teólogos humanistas de la Escuela de Salamanca (siglo XVII, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Martín de Azpilicueta, Tomás de Mercado, Luis de Molina, Francisco Suárez, etcétera).
Pero en la época en que vivió mosen Félix Sardá, las logias masónicas se habían apropiado de las formaciones políticas que se decían liberales. Por consiguiente, en tanto que masónicas, tenían los mismos tics y cojeras conceptuales y prácticas que la masonería: sectarismo, relativismo, laicismo y cristofobia. En este sentido, aquel liberalismo, ciertamente, era pecado.
Lo mismo estamos viviendo ahora con el separatismo. Su difusión cada vez más extensa y su imposición a la trágala a toda la sociedad catalana está produciendo males sin cuento a Cataluña y de rebote a toda España. Ha envenenado hasta extremos inauditos las relaciones sociales del antiguo principado, ha dividido en dos a los catalanes en términos próximos a una guerra civil, de momento todavía sin armas, pero con un odio muy peligroso.
Desde hace muchos años, muchos, se viene predicando, a partir de la escuela infantil y no pocas parroquias, un odio visceral a España realmente perverso, además con falsedades y mentiras históricas que no podrían mejorar la propaganda de los regímenes totalitarios.
La sociedad ha sido dividida y enfrentada en bandos irreconciliables, vecinos y compañeros de trabajo han dejado de hablarse, muchas familias se han roto por motivos políticos, el caínismo parece dominarlo todo. El ambiente se está volviendo irrespirable. El amor fraterno según la doctrina católica ha saltado por los aires. En el plan de los separatistas sólo cabe la sumisión a la república exclusiva y excluyente que propugnan, como ya han hecho con los medios informativos locales.
Lo peor de todo, a mi juicio, es el fervor con que defiende este modelo próximo al totalitarismo cierto sector del clero catalán y algún que otro obispo local, sin reparar en que todo lo que hace daño a las conciencias de las gentes y a la sociedad es pecaminoso, todo lo que emponzoña la tolerancia y la buena vecindad no es admisible en buena lógica cristiana.
Además pretenden, falsificando la verdad histórica, restaurar una quimera que no existió nunca. Cataluña, la Cataluña con entidad propia y ajena a la nación española, no existió nunca. Podría encontrarse algunos vestigios de una relativa independencia en los primitivos condados pirenaicos de la Reconquista, finalmente reunidos en el condado de Barcelona que voluntariamente se adhirió al reino de Aragón en tiempos de aquel gran soberano que fue Ramón Berenguer IV el Santo (siglo XII). Desde entonces ha tenido largas épocas de autonomía, como diríamos ahora, pero dentro de las coronas primero de Aragón y luego de España. Y ya no hay más. Lo de ahora, por tanto, es antihistórico, antinatura en un mundo que tiende a las grandes integraciones internacionales y, por añadidura, anticristiano.