Quienes estamos comprometidos con unos lectores, sean muchos o pocos, es lo de menos, hemos de hacer como los payasos, aunque los consuma la pena por dentro, no pueden dejar de salir a la pista para repetir las bufonadas de siempre que tanto divierten a los espectadores. Yo me encuentro en esa situación, por los motivos que expuse en mi artículo de la semana pasada, pero no quiero dejar pasar más días sin adherirme, felicitarle y apoyar a monseñor José Ignacio Munilla en su nuevo cargo (¿cargo o carga?) de obispo de San Sebastián, tierra otrora de extraordinaria fertilidad religiosa, como aquel gran capitán primero al servicio de España y después a la causa superior de Dios, Ignacio de Loyola, al que ahora más de un hijo suyo ejercen su filiación con escasa dignidad. Tierra en la que siempre tuve excelentes amigos, como don José María Aritzmendiarrieta, alma del grupo cooperativo de Mondragón.
 
Estoy seguro, a juzgar por la labor pastoral que ha desarrollado en Palencia, pese al escaso tiempo que ha permanecido en esta diócesis, que monseñor Munilla, a poco que sus propios diocesanos se dejen querer, hará reverdecer el barbecho guipuzcoano, porque no puedo imaginarme que el fecundo humus religioso que allí había, se lo haya llevado el diablo bajo los efectos del herbicida desertizante del nacionalismo o el marxismo-leninismo hijo de aquel, partidario de la dialéctica de los «puños y las pistolas» –le suena esto a alguien-, el tiro en la nuca al estilo chequista o la bomba como los viejos anarquistas. Todo lo peor de la penosa historia de este país, hecho de nuevo sangre y fuego.
 
El nacionalismo, a efectos religiosos, es pernicioso, porque antepone la visión localista de su ideología al espíritu universal, esto es, católico, de la fe de nuestra Iglesia. Contraponen la grandeza de un Francisco Javier, al que el mundo le resultaba pequeño, el espíritu cateto del caserío, del que parece que no han terminado de salir, del mismo modo que siguen sin bajar el monte los «chicos de la gasolina». El nacionalismo prioritario, igual que el regalismo de tiempos antiguos, es un cáncer secular que envenena la fe y produce temores malignos, como ese apoyo inconcebible del PNV a la ley del aborto.
 
Mi temor es que algunos curas turbulentos monten a monseñor Munilla números parecidos a los que le organizaban a don Marcelo González en Barcelona, y por los mismos motivos. ¿Lo recuerdan los más viejos del lugar? ¿Pero qué fue de aquellos «héroes» de la contestación? La gran mayoría secularizados, si no es que terminaron recalando en partidos claramente ateos o de mala manera como el desdichado Xirinacs, digno de toda piedad. A don Ricardo María Carles, sucesor del anterior, no le acogieron mucho mejor, pero al menos con menos estrépito. En buena parte, porque la mayoría de los ruidosos y sus secuaces habían desaparecido de la escena eclesiástica y después ninguneados por los políticos, una vez exprimidos como limones. Ciertamente, Roma paga mal a los traidores.
 
Ya hemos oído todos a los vetustos gansos del disenso graznar la monserga apolillada contra la designación de Mons. Munilla para una diócesis que estaba necesitada de un pastor conocedor del terreno, acogedor, de brazos abiertos e ideas claras sobre prioridades. Yo estoy seguro que no defraudará a quienes miran a su obispo sin estrabismo ni miopía, sino con mirada claramente cristiana. De aquellos otros, aunque encuentren siempre tribunas donde vomitar sus resentimientos, no hay que hacerles caso, aunque confundan a quienes están deseosos de ser confundidos. En realidad se hallan extramuros de la Iglesia, en parajes desérticos o acogidos a hogares laicistas a los que tienen que pagar hospedaje. Eso tal vez lo explique todo. Pero los años no perdonan a nadie, a veces antes de lo que uno quisiera, que bien lo se yo, de manera que el disenso es una especie a extinguir que está próxima a su desaparición. Sólo es cuestión de un poco de paciencia. Y entre tanto, no dejemos de confiar en los pastores que merecen confianza, como monseñor Munilla. Que Dios le inspire y sus diocesanos de toda clase y condición se dejen querer.