Este mes se cumple el centenario de la Revolución Bolchevique, uno de los momentos más importantes de la historia moderna, incluso de toda la historia. Como consecuencia directa de este hecho desastroso, decenas de millones de personas serían masacradas. Nunca en la historia de la crueldad humana tantos habían derramado su sangre a manos de tan pocos. Es, pues, crucial que aprendamos la lección que enseña este oscuro y depravado capítulo de la historia, no sea que corramos el riesgo de repetir su monstruosa y brutal carnicería.
Siendo esto así, es alarmante que esas lecciones no hayan sido aprendidas. Tomemos, por ejemplo, una reciente exposición en la British Library de Londres, Russian Revolution: Hope, Tragedy and Myths [La Revolución Rusa: Esperanza, tragedia y mitos]. Según el escritor británico K.V. Turley, quien visitó la exposición, “había un constante aroma a nostalgia, incluso el sentimiento de algo esencialmente noble, sobre lo que sucedió hace un siglo”. A Turley le consternó “que los mitos se difundan de nuevo y la tragedia real siga ignorándose”.
Turley recorrió la exposición, consistente en viejos recuerdos de propaganda bolchevique: carteles, folletos, panfletos y periódicos ensalzando el advenimiento del nuevo Paraíso de los Trabajadores, así como una rara muestra de literatura de la Rusia Blanca llamando a liberar Rusia del bolchevismo. Los primeros estaban abordados con aire reverencial por quienes escribieron las notas explicativas, como si esos vestigios del comunismo fuesen reliquias cuasi-religiosas; los últimos, menores en cantidad y situados en lugar menos preeminente en la exposición, estaban acompañados por notas proclamando su tono “reaccionario” y “tosco” y su apoyo al desacreditado régimen zarista. El efecto global era dar a los visitantes la impresión de que la Revolución Rusa había sido una empresa buena y noble, aunque finalmente no consiguiese traer el Paraíso de los Trabajadores que había prometido.
Volviendo al título de la exposición, Esperanza, tragedia y mitos, daba la impresión de que la “esperanza” de los bolcheviques era buena y la “tragedia” fue que esas esperanzas no consiguiesen materializarse. En cuanto a los “mitos”, haríamos bien empezando por el auténtico mito tejido por los organizadores de la exposición: el mito de que la Revolución Rusa contuvo algo que pudiese considerarse “noble”.
“Dada la historia del comunismo en el siglo XX”, escribe Turley, “uno se pregunta por qué hay todavía tanto romanticismo residual vinculado a él, al menos en algunos sectores de Occidente”. Realmente es para preguntárselo. ¿Qué hacer, por ejemplo, con el decreto del gobierno de la Rusia comunista del 5 de septiembre de 1918 que autorizaba las ejecuciones masivas de opositores al régimen y establecía “campos de concentración” para los ciudadanos rusos considerados “enemigos de clase”? ¿Es ésta una respuesta “noble” para esos disidentes que no suscribían las “progresistas” ideas de los bolcheviques? ¿Y qué hacer con el hecho de que más de 15 millones de personas perdiesen la vida por la guerra o el hambre entre la Revolución de Octubre de 1917 y la creación de la República Soviética en 1922? ¿Es esto un aceptable “daño colateral” en el rostro de tan “noble” causa?
Y luego está la creación de la policía secreta soviética, la NKVD, más tarde conocida como la KGB, la más terrible y aterradora Inquisición de la historia humana. Uno se pregunta si los millones de personas torturadas por la Inquisición soviética verían la causa de sus torturadores como algo “noble”, o qué pensarían de tal “nobleza” los seres queridos de los asesinados o muertos por la Inquisición soviética.
Estos millones de víctimas quedan clamorosamente fuera de la historia tal como la han contado los organizadores de la exposición de Londres, del mismo modo que quedan clamorosamente fuera de la historia del socialismo que se cuenta en colegios e institutos en todo Occidente. La tragedia no es que la Revolución Rusa esté siendo olvidada, sino que esté siendo recordada de forma errónea. Vista a través de esas lentes color de rosa, su lúgubre realidad queda sofocada bajo capas de mitos románticos. Millones de millennials ven todavía a los socialistas como unos luchadores de la libertad, y en especial a los más radicales y violentos de los socialistas. De ahí que un alarmante número de estudiantes de instituto en Estados Unidos respalde y apoye el uso de la violencia para silenciar a los opositores políticos cuyas opiniones consideran “ofensivas”.
La tragedia es que las lentes color de rosa están tintadas con la sangre de las víctimas olvidadas del socialismo. Ver el pasado manchado de sangre a través de esas lentes condena al futuro a estar tan manchado de sangre como el pasado. Si queremos evitar los horrores del pasado siglo, tenemos que convencer a la gente de que vea el pasado de forma realista, no románticamente. Tenemos que convencerles de que se quiten sus lentes color de rosa para que puedan ver la realidad con claridad. Cuando lo hagan, cuando vean la sangre de millones de víctimas, solo podemos esperar que la sangre enrojezca sus mejillas, ruborizadas por la estulticia de su ceguera. Solo esa revelación curará a esa gente del deseo de la revolución.
Publicado en The Imaginative Conservative.
Traducción de Carmelo López-Arias.