Nadie podrá discutir que el napolitano Paolo Sorrentino (n. 1970) es uno de los artistas más representativos de nuestra época; y también uno de los más deslumbrantes retratistas de su irremediable decrepitud. Paolo Sorrentino es un posmoderno, etiqueta que a veces se utiliza con demasiada liviandad despectiva, como si ser “posmoderno” significase tan sólo ser descreído, cínico, esteticista o ampuloso. A Sorrentino, desde luego, podríamos aplicarle estos epítetos sin incurrir en la difamación, con tal de que explicásemos que con ellos no calificamos tanto su trabajo como el mundo que radiografía, plácidamente instalado en una suerte de nihilismo con hilo musical y aire acondicionado. Un mundo terminal que, sin embargo, siente nostalgia de la Belleza, la Verdad y el Bien; una misteriosa y conflictiva nostalgia que participa a un tiempo de la ironía y la elegía, la burla y la veneración.
 
Para sus detractores, Sorrentino es tan sólo un diletante que disfraza su insufrible vacuidad con un envoltorio formalista tan subyugador como cargante. Para sus defensores, Sorrentino es un genio sin discusión, una suerte de Fellini redivivo, más exquisito que su maestro, que ha logrado alumbrar el alma aturdida y mohosa de nuestra época, su corazón mugriento de pecados que ya sólo el ansia de belleza puede curar (o, al menos, anestesiar). En realidad, creemos que en Sorrentino conviven la joya y la pacotilla. Es, sin duda, un artista eminente entreverado de impostor aspaventero; y tal vez esa mezcla o tensión entre contrarios añada un atractivo irresistible a sus obras, que son a un tiempo pomposas y arrebatadamente sinceras. Del mismo modo que los personajes de Sorrentino (¡personajes posmodernos, al fin y al cabo!) nos llegan a parecer inaprensibles, caleidoscópicos, incoherentes, como compuestos de añicos que no siempre casan entre sí, hay en su arte –bajo la coraza formal siempre rutilante– una ininteligibilidad emocional que causa tanto desasosiego como fascinación.
 
Todos estos rasgos alcanzan su expresión más audaz y polémica en la serie televisiva The Young Pope [El joven Papa], una fantasía papal de diez episodios que narra el comienzo (y tal vez también el final, aunque esto no queda del todo claro) del pontificado del estadounidense Lenny Belardo, que como cabeza de la Cristiandad adopta el nombre –y la elección del nombre es toda una declaración de principios– de Pío XIII. La serie, que ha sido muy celebrada por el gafapastismo mundial, ha sido tachada invariablemente de irreverente y blasfema en ámbitos católicos. Y ciertamente lo es, en algunos aspectos; pero lo es de un modo extrañamente paradójico: pues aunque su frívolo tratamiento de los dogmas de la fe católica y su mirada cáustica sobre la curia vaticana no están exentos de perfidias, no puede negarse que en Sorrentino esta actitud convive con una rendida admiración hacia la Iglesia. Queriendo tomársela a broma, Sorrentino no puede evitar tomarse a la Iglesia muy en serio. Mostrando los aspectos más bufonescos y penosos de las intriguillas eclesiásticas (y magnificándolos hasta la caricatura), Sorrentino no puede evitar reconocer un “no sé qué” sublime que lo rebasa. Sorrentino es un descreído de formación católica que, mientras se mofa de la Iglesia, cae rendido ante ella; un esteta descreído que no puede odiar a la Iglesia, porque sabe que sería tanto como odiar la genealogía de su arte.
 
No creemos que El joven Papa sea, desde luego, una serie apta –como diría Leonardo Castellani– para “la inmensa parroquia de la moralina y de la ortodoxia infantil”. Pero sospecho que quien la contemple con la pretensión de disfrutar de inmoralidades y heterodoxias se llevará un gran chasco. Y no porque Sorrentino no ofrezca inmoralidades y heterodoxias, sino porque su propósito no es tanto el de desprestigiar la Iglesia (como hace el impío más rudimentario) como el de confrontarse con su misterio. Sorrentino no consigue penetrarlo, ciertamente; pero consigue contagiar su perplejidad al espectador, que se preguntará cómo es posible que una institución regentada por fanfarrones, ambiciosillos o rijosos haya podido sobrevivir a todos los naufragios. Y tal vez el espectador pueda llegar a la conclusión de que esa institución cuenta con un Dios que, a su vez, cuenta con nuestra naturaleza fanfarrona, ambiciosilla y rijosa. Que Cristo, al fundar su Iglesia, no pasó por alto la fragilidad humana. Como escribió Chesterton: “Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros fuertes. Sólo la Iglesia fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible”.
 
Escribíamos más arriba que el arte de Sorrentino se sostiene en la tensión entre contrarios. Así le ocurre en esta serie, donde a veces se muestra burdamente sensacionalista y otras finísimo teólogo; donde tan pronto convierte a su protagonista (interpretado por Jude Law) en un narcisista incrédulo como en un hombre de fe ardorosa; donde a veces incurre en las caracterizaciones más toscas y otras en delicadezas psicológicas que demuestran gran conocimiento del alma humana. Así ocurre, por ejemplo, con el personaje del Secretario de Estado, cardenal Voiello (Silvio Orlando), sin duda el más jugoso de la serie, intrigante y maniobrero, manipulador y fatuo, pero a la vez lleno de rasgos humanos que nos conmueven: a veces un tanto ridículos, como su fanatismo futbolero; a veces tan enaltecedores y abnegados como el cariño que dedica a un muchacho tetrapléjico. Creo que, aceptando esta constante contradicción sobre la que se sostienen la serie y sus personajes, se puede penetrar mejor en su intención; y las intemperancias y pullas anticlericales de Sorrentino se hacen más llevaderas, incluso se pueden entender benignamente como efusiones de un artista que necesita purgar su corazón atribulado, mostrando a través de sus criaturas sus manías y sus miedos.
 
El joven Papa se inicia con una desquiciante secuencia en la que Pío XIII, recién elegido en cónclave, se dirige a la multitud que abarrota la plaza de San Pedro exaltando la masturbación, el aborto, los anticonceptivos y la homosexualidad. Enseguida descubrimos que se trata en realidad de una pesadilla que el joven Papa ha concebido, atenazado por el temor a hablar en público. Pero cuando por fin reúna valor para dirigirse a la multitud lo hará con palabras todavía más escabrosas, en las que asegura que “Dios no se interesa por nosotros hasta que nosotros no nos interesamos por Él”; y afirma no tener nada que decir “a esos que albergan siquiera la más mínima duda sobre Dios”, salvo recordarles “mi desprecio y su desdicha”. Después de ese discurso tan poco confortante, Pío XIII resuelve llevar una vida retraída y suspender todos los viajes papales y alocuciones públicas. Abomina sin ambages del ecumenismo; y decide emprender una restauración de la Iglesia preconciliar, empezando por la misa tridentina. Cuando el primer ministro italiano anuncie su deseo de legalizar las uniones homosexuales y fomentar el aborto, Belardo anunciará solemnemente el restablecimiento de la disposición Non Expedit, por la que Pío IX desaconsejó a los católicos italianos participar en la vida política; y así forzará al primer ministro a retractarse. Cuando su secretario de Estado le advierta que los casos de pedofilia infestan la Iglesia, Pío XIII determinará combatir esa lacra apartando de su ministerio a todos los sacerdotes homosexuales, sugiriendo que la pedofilia y la homosexualidad están íntimamente relacionadas.
 
Habrá advertido el lector, por estas leves pinceladas de la trama que acabamos de esbozar, que El joven Papa no es la creación de un tosco propagandista anticatólico. Tal vez Sorrentino pueda ser tildado de insidioso o malévolo; pero la elección como protagonista de un papa tradicional (otros dirían “carca” o integrista) que adopta posiciones tal vez muy duras (pero no contrarias a la doctrina católica) nos demuestra que es un provocador en el sentido más noble de la palabraEl joven Papa resulta, en efecto, muy provocadora para un espectador católico conformista, no tanto por sus irreverencias como porque lo obliga a repensar cuestiones que el espíritu de nuestra época ha declarado resueltas o inatacables. Y resulta también muy provocadora para el espíritu de nuestra época, que está habituado a una Iglesia más hospitalaria o contemporizadora. Sobre todo porque Sorrentino ofrece una imagen mayoritariamente atractiva de ese temerario Papa que se atreve a combatir el espíritu del mundo sin paños calientes ni componendas, que se atreve a desafiarlo enclaustrándose dentro de las murallas vaticanas y lanzando desde allí sus andanadas antimodernistas, sin importarle un comino caer antipático a sus contemporáneos.
 
Diríase que Sorrentino disfrutase irritando a un tiempo al oficialismo eclesiástico y al progresismo mundano. Es la suya una actitud plenamente posmoderna, juguetona y ferozmente mordaz, con la que a la vez critica el proselitismo religioso y la corrección política, los usos viajeros de los papas posconciliares y el orgullo gay, las intrigas de la curia vaticana y las petulancias del mainstream ideológico, que ha logrado imponer dogmas que ya ni siquiera la Iglesia se atreve a cuestionar. Sorrentino se atreve a cuestionar todos los dogmas, aunque siempre lo hace de un modo muy astuto, sin que sepamos del todo donde se sitúa. Porque, aunque parezca que su mirada es la del progresista que pide a la Iglesia apertura al mundo, hay también en él admiración hacia la Iglesia que se atreve a plantar batalla al mundo. Esta tensión irresoluble la resolverá Sorrentino incorporando a su protagonista una serie de traumas (su condición de huérfano, su nostalgia de un amor juvenil) que, cuando por fin se solventen, lo convertirán en un hombre mucho más cálido y afectuoso. Entonces la dureza de sus juicios se ablandará; su egolatría se tornará generosa donación; su comportamiento dejará de ser errático; y sus dudas de fe (nacidas de la soledad y la represión de los afectos) se disiparán, hasta poder sentir –en la última secuencia de la serie– el abrazo de la Madre del cielo, después de haber sufrido tanto por no haber sentido nunca el abrazo de su madre terrenal.
 
Hasta ese desenlace, El joven Papa transita siempre por territorios poco complacientes, a veces decididamente escabrosos. Belardo muestra constantemente comportamientos bipolares, ora eufóricos, ora de una atonía emocional exasperante. Tal vez por ello mismo a veces se manifiesta como el más fervoroso creyente; y otras veces, en cambio, vemos cómo su fe desfallece y se desvanece, hasta tornarse apostasía. Sin embargo, Dios escucha siempre su oración, incluso obra milagros atendiendo sus plegarias: milagros venturosos (como cuando la joven esposa de un guardia suizo recupera la fertilidad y concibe a un hijo), pero también milagros en los que la ira divina se descarga contra los falsos creyentes (milagros de un Dios que castiga sin remilgos, como en el Antiguo Testamento). Estos comportamientos caprichosos, casi esquizoides, de Belardo propician los pasajes más groseros de la serie (como cuando solicita a un fraile confesor que le revele los pecados de los cardenales); y en todos ellos subyace el narcisismo de un hombre que se ha rodeado de falsas fortalezas para disimular su íntima fragilidad.
 
Muchas de las irreverencias y herejías que profiere el joven Papa (también, por cierto, muchas de sus ortodoxias más deshumanizadas) pueden interpretarse como un síntoma de esa fragilidad. Sólo cuando esa fragilidad se atreva al fin a reconocerse, se resolverán las contradicciones de Belardo. El catalizador será un chantaje urdido por sus detractores, que rescatan unas cartas escritas a una novia de juventud con la intención de desprestigiarlo; pero cuando las cartas salgan a la luz, el mundo conocerá una faceta del joven papa que él mismo se había empeñado en enterrar. Y, al rescatarla, Belardo se reconcilia consigo mismo y con el mundo que hasta ese momento le odiaba. Sorprendentemente, en las postrimerías de la serie, Sorrentino incurre en sentimentalismos y concesiones a la corrección política que hasta ese momento había evitado. Y se esfuerza por congraciar a su protagonista con el mundo. Una de las ventajas de ser posmoderno es que uno puede decir descreídamente una cosa y la contraria, para terminar diciendo a la postre lo que a la gente le gusta oír. Y Sorrentino, después de habernos puesto a prueba con sus provocaciones, termina adulando el espíritu de su época. Aunque, entre las adulaciones a su época, asoma una misteriosa y conflictiva nostalgia de la Belleza, la Verdad y el Bien que participa a un tiempo de la ironía y la elegía, la burla y la veneración.

Publicado en L'Osservatore Romano.