Hacia el fin del año litúrgico la Iglesia celebra solemnemente a Cristo, Rey del universo.
Quienes creemos en Jesús, Hijo de Dios y de María, proclamamos con gozosa convicción que Él es el Rey del Universo.
Pero nos preguntan, y nos preguntamos: ¿No parece más bien un Rey ausente o incapaz de gobernar? ¿Cuál es realmente el poder de esta realeza? ¿Quién rige concretamente este mundo? ¿No será que se trata simplemente de una realeza decorativa o metafórica o “mística” (es decir, irreal)?
Hay razones para estas preguntas. La historia sigue su curso y el influjo de Cristo en el siglo XXI parece ser cada vez más débil e insignificante. El destino de la humanidad parece estar en manos de los poderosos de este mundo. Las potencias políticas y financieras, los gigantes de los medios de comunicación, los grandes laboratorios y otros “grandes” son los que influyen -prácticamente sin rivales-, día a día, en la opinión, en el lenguaje, en el comportamiento y en la “cultura” dominante.
Ese Rey Jesús no parece útil para la vida privada y, menos aún, para la vida social. A muchos les parece que vale la pena olvidarlo y despreciarlo como una ficción peligrosa: “Muchas veces Jesús es ignorado, es escarnecido, es proclamado Rey del pasado, pero no del hoy y mucho menos del mañana; es arrumbado en el armario de cuestiones y de personas de las que no se debería hablar en voz alta y en público” (Benedicto XVI, 27 de mayo de 2006).
Así nos lo quiere hacer creer el “mundo”, que rechaza abiertamente a Cristo, y que ya no respeta ni la misma naturaleza.
Pero la Iglesia católica cree en una realidad mucho más grande y esperanzadora. Tenemos la completa certeza de fe -y la razón no la contradice- de que la palabra definitiva, la decisión última sobre el destino de cada uno de los hombres y de la historia en su totalidad, es la palabra de Cristo glorioso.
Nada más claro en la Sagrada Escritura. El único Dios es el Creador de todo. Su sabiduría no tiene medida. Su misericordia es eterna. “Ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1, 37). Con razón aquel joven macabeo pudo responder al rey impío: “Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del universo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna” (2 M 7, 9).
Ciertamente, al final de la historia, más allá del tiempo, se manifestará plenamente el infinito poder de Dios Uno y Trino, así como su sabiduría y su amor. Entonces, todos compareceremos “ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal” (2 Co 5, 10). Y todos los redimidos cantarán, diciendo: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones!” (Ap 15, 3).
Jesús, por ser Dios, es Creador omnipotente y posee soberanía absoluta.
Y, además, por ser el Redentor del hombre, Cristo es “el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra… el que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados” (Ap 1, 5). Ya resucitado, dice en su carne gloriosa: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18).
Es el poder de quien es Salvador y Juez de toda la humanidad, desde el primer Adán hasta el último mortal. Un poder que se manifestará con toda su fuerza y esplendor al “final”, cuando el mundo viejo habrá pasado (cf. Ap 21, 4).
Pero ahora, mientras tanto ¿cómo y cuándo actúa ese poder del Rey divino? ¿Por qué permite tanta cizaña y el imparable avance de toda clase de maldad? ¿Dónde está el poder de Cristo en el tiempo de nuestra historia? Si es Rey poderoso, ¿por qué se deja avasallar?
Nuestra fe también da respuesta a esta cuestión punzante.
Con toda certeza, Cristo es Rey ya ahora, durante este tiempo tan marcado por el imperio del pecado. Él goza de pleno poder “a lo divino”. Como es Dios encarnado, ejerce su ilimitado poder en perfecta unidad con el designio divino de salvación.
“Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas… Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención (Catecismo, 312).
La victoria sobre el pecado en la historia es real y universal. Los santos, los que han dejado reinar efectivamente la gracia del Señor en sus vidas, han existido y existen. Ellos -en Cristo- vencen al mal y al Maligno. Cuando la salvación ofrecida por el Rey de todos los corazones es cordialmente abrazada, los hombres se liberan de las más ruinosas esclavitudes, promueven la verdad, la justicia y la paz, saben amar y sufrir, y mantienen la “feliz esperanza” frente a todos los desafíos. Cuando eso sucede se comprende, se respeta y se fortalece la alta dignidad de toda persona humana; se purifica, se cuida y se enaltece la vida familiar; y la acción política en su conjunto se pone realmente al servicio del bien común.
Si todas las dimensiones de la vida social reconocieran, respetarán y obedecieran la Ley natural y el programa del Evangelio, se haría palpable y eficaz la “potestad salvadora” del Señor Jesús, como decía San Juan Pablo II (22 de octubre de 1978).
La fuerza salvadora del Reino de Cristo se manifiesta por sus efectos positivos en todos los ámbitos de la existencia humana. Y se manifiesta, por otra parte, por la vía negativa: borrar a Cristo de la historia real de los hombres y de todo ámbito público (sobre todo en las sociedades que han sido secularmente marcadas por la fe católica) es someterse a la dura “ley del pecado”, es decir, al caos y al mismo “príncipe de este mundo”.
Lo había dicho con toda claridad el entonces cardenal Ratzinger: “Un Estado que, por principio, se proclame agnóstico respecto de Dios y de la religión, y que fundamente el derecho nada más que sobre la opinión de la mayoría, tiende, desde adentro, a reducirse al nivel de una asociación para delinquir. Donde Dios es excluido entra en su lugar la ley de la organización criminal, no importa si ello sucede en forma desvergonzada o atenuada. Esto empieza a ser patente allí donde la eliminación organizada de personas inocentes -aún no nacidas- se reviste de una apariencia de derecho, por tener a su favor la cobertura del interés de la mayoría” (Iglesia y modernidad).
Los mártires y los santos de todos los tiempos -y pensamos con particular devoción en los numerosos mártires que en España y en otros lugares ofrecieron sus vidas aclamando a Cristo Rey y perdonando a sus asesinos- son los mejores instrumentos y testigos de la victoria del Señor.
Ellos encontraron en Cristo crucificado y resucitado la potencia del Amor de Dios. Experimentaron, bajo la penumbra de la fe, lo que nos dice el autor del Apocalipsis: “Él (Jesús) puso su mano derecha sobre mí diciendo: No temas soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1, 17-18).